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EL CONDE

La villa del Conde estaba a orillas de un gran lago al norte de Italia.
Cuando llegó, los setos de oloroso espino que había a ambos lados de las puertas de la villa tenían las espinas más largas y agresivas que jamás había visto. Las mismas puertas estaban formadas por barrotes de hierro sumamente apretados. Era obvio que allí no deseaban la entrada de nadie.
Mirando través de los barrotes se veía un bosque de olivos y cipreses y un camino empedrado de losas grises. Se vislumbraban multitud de flores trepadoras, de madreselva y glicina. Se oía el canto de los pájaros procedente de aquel fresco follaje, y más lejos el murmullo de agua corriente.
Al llegar al edificio principal de la villa, el Conde salió a recibirlo.
Era un hombre espigado, canoso y ademanes refinados. Vestía con elegancia ropa deportiva.
-Bienvenido, dijo en un perfecto español, ya hace mucho que lo espero y estaba muy ansioso por conocerlo y poder compartir con usted algunos días..
Llamó a uno de sus sirvientes el que lo acompañó a hasta su habitación. La misma era espaciosa y con un amplio ventanal que desembocaba en un balcón poblado de glicinas. La vista desde el balcón era hermosa, una superficie azul se extendía hasta perderse de vista, desapareciendo hacia el horizonte entre lejanas cadenas montañosas, algunas cimas estaban cubiertas de nieve y las laderas estaban sembradas por todas partes de pequeñas aldeas, entre las cuales se cruzaban los hilillos de las carreteras.
Acomodó sus pertenencias y luego de ducharse bajó al amplio comedor donde se hallaba el Conde acompañado de una hermosa mujer. Éste la presentó como su esposa y le invitaron a tomar el té.
Las primeras conversaciones lo fueron de temas circunstanciales, mientras un mucamo muy elegante servìa el tè en porcelana China. Él notò que la mujer no proferìa palabra alguna.
-¡Otra mujer sojuzgada! Pensò.
El Conde le invitò a dar un paseo, cosa que aceptò gustoso.
La villa, le explicó, era una residencia de vacaciones, había deporte de vela, baños de sol, paz y tranquilidad. El lago tenía sus hoteles de turismo en la costa occidental, pero la villa estaba situada en la oriental, mucho más tranquila.
-Mis abuelos habían edificado la villa hace ya mucho tiempo, cuando los terrenos estaban más baratos. La gente entonces era más primitiva, vivían de la pesca, de la fruta y de las aceitunas, ahora viven de los turistas, son como caníbales dijo el Conde sonriendo.
El pueblo cercano estaba coronado por un castillo de rojas piedras. Sus empinadas callejuelas de guijarros eran tan estrechas que los tejados de las casas casi se rozaban, dejando apenas un espacio para colgar la ropa puesta a secar. Todas las calles desembocaban en el lago, la superficie azul de éste se veía desde todas las esquinas y las calles hormigueaban de vida. Todos los transbordadores venían atestados de gente y los cafés siempre estaban llenos.
Parecía extraño que la villa estuviera tan tranquila cuando regresaron.

La mañana siguiente amaneció frío y ventoso. Èl había pensado siempre en una Italia bañada por el sol cálida y perezosa, pero la lluvia y el viento libraban un continuo combate sobre el lago.
Las persianas batían fuertemente, ráfagas de viento se arrastraban por el suelo, levantando las alfombras y afuera los olivos se agitaban como un mar color verde plateado. El lago estaba blanco con la espuma de las olas, pero a su pesar seguía siendo azul como una joya que conservara su propio color.
Cuando bajó a desayunar el Conde estaba haciendo lo mismo. Le relatò que habìa salido temprano bajo una tenue llovizna.
-Era casi agua en suspensión, a medias de evaporar, que maneja la ventolina y lo empapa a uno, como quiera que trate de defenderse, porque no sólo cae, sino que flota en el aire y azota por los cuatro costados con el suave flagelo de su humedad.
Saliò a dar un paseo por la villa, solo. Una tormenta se acercaba.
El viento anunciaba su llegada, que se dejaba entrever entre los últimos àrboles, a modo de oscuras y ampulosas nubes que venian cargadas de agua.
La hierba se inclinaba al vaivén del viento, quien vociferaba un canto con un ritmo continuo.
La tierra vibraba bajo sus pies. Nacian los primeros brotes de hongos junto a los cipreses que dominaban el paisaje, refugiados bajo una tenue luz, creada por una espesa capa de nubes blancas que cubrìan todo el cielo.
En el regazo de los más grandes árboles se divisaban mantos de hojas, las cuales caìan sin cesar, desde lo alto, a modo de ofrendas, y teñían el ambiente de cierta melancolía.
Los sonidos que impregnaban este inmenso silencio envolvían el lugar de una cálida soledad, que se manifestaba en toda una gama de colores, desde los tonos grisáceos y oscuros hasta los rojizos y verdes.
Y el aroma, ese aroma inconfundible a tierra mojada que el viento acerca al olfato como preanunciandosè.
Difícilmente visibles eran las flores o tallos en el extenso sendero que se abrìa bajo sus pies, de un intenso color verde, que contribuía a la parquedad del paisaje.
En la caminata hizo un alto en un pequeño refugio, y cuando estaba tratando de sacudir algunas gotas de su impermeable escuchò una voz a sus espaldas.
-Mal dìa tenemos hoy. Y seguramente no mejorarà.
Era la mujer del Conde.
-¿Pero, què hace usted sola en este lugar?
-Huyo, escapo, me libero de todo el tedio que significa vivir aquì.
-¿No es feliz en este lugar?
-El lugar no hace la felicidad. Uno puede tener todo lo mejor, pero si no hay amor, la felicidad nunca se alcanza.
-¿Y por què no se marcha?
-Realmente he pensado en hacerlo muchas veces. No tengo donde ir, no hay hijos, familia ni afectos que me esperen. No es por la situaciòn econòmoca que me quedo aquì, yo tengo muchos ahorros, es porque no tengo quien se interese, pero la vida en este lugar se me hace insoportable
Al dìa siguiente èl emprendìa el regreso.
Cuando enfilò con su vehìculo por el camino de salida de la villa hacia la carretera una mujer con una maleta le pidiò que lo llevara. Era la esposa del Conde camino a su libertad.
Habìan transcurrido apenas cinco kilòmetros de su viaje cuando otro vehìculo con las luces encendidas y sonando insistentemente la bocina insistiò en que se detuviera. Lo hizo y bajò del automòvil.
Del otro el Conde hizo lo propio.
-¡Gracias! Yo le habìa anticipado que lo estaba esperando.
Luego le estampò un largo beso en la boca.....

Texto agregado el 20-09-2003, y leído por 190 visitantes. (1 voto)


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