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“Yo estaba tan triste por no tener zapatos, hasta que un día vi a un hombre sin pies”

Después de diez años de convivencia he reparado casi sin querer en la monotonía de mi barrio, fue como si lo reconociera de golpe, abrupta e inconcientemente.
La tarde se había tenido de un ceniza amenazante y el hedor de los zanjones colmaba el aire de un aliento a jabones muertos. Dos perros, ambos vulgares y sin dueños retozaban como niños entre la inmensidad del fango, una mujer, entrada en años, cometía la odisea de cruzar casi haciendo equilibrio aquel lodazal en que hasta las chatas se encajaban. Los tenderos en círculo alrededor de una fogata mal alimentada, parecían orar o iniciar algún rito sagrado para que el sol se digne a templar a aquel barrio, arrasado por las lluvias constantes de dos semanas.
Mi casa que estaba del otro lado de la avenida ancha y que antes de las lluvias había sido de una tierra delgada y flameante que asfixiaba puertas y ventanas, parecía como despojada de aquella soledad infinita y que como una flor a destiempo sembraba asombros y celos, en aquellas manzanas desangeladas.
La construcción era rústica y torpe, apenas un rectángulo de ladrillos sin caricias en el que una puerta soñadora y dos ventanas miopes y asustadas, cometían la audacia de darle forma a aquel boceto de arquitecto aficionado.
Quizás lo que más exaltaba, eran las paredes de un blanco pureza y los claveles de invierno debajo de las ventanas, si uno la miraba desde afuera, por el mezquino espacio que la puerta abierta dejaba, podía reparar en un azul de otros mares que cuando el sol pegaba de frente por el marco desvencijado, se iluminaba con vida propia y hasta las gaviotas, muchas veces extraviadas, revoloteaban atolondradas por aquel espejismo soñado.
Claro, uno apenas traspasaba la puerta, la quimera de mares ajenos se volvía de pronto paredes azules descascaradas, y los reflejos de aquel diáfano misterio, apenas un espejo reflejado contra una ventana.
Sin embargo, mi casa dejaba escapar los sabores de la modestia, guisos al mediodía, que se podían oler desde cuadras antes en estómagos vacíos, frituras con olores y chasquidos inigualables, con la autoría de mi cocina. Los domingos, los fideos o el asado, aunque ahí sí, que el aire se enrarecía y se mezclaban todos los olores y sabores, porque los domingos sí, en el barrio se comía.
Había reparado en el barrio con tanta alegría que me causaron asombro las envidias furtivas, en medio de tanta miseria, en mi casa se comía.




Texto agregado el 28-07-2005, y leído por 103 visitantes. (0 votos)


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