"Cuando no tienes nada que perder ni nada que ganar, lo mejor es jugarlo al todo o nada". Es es una frase de una de tantas películas en el cable que Pamela escuchó antes de partir.
Sin una inteligencia destacada, ni tampoco muchos estudios, Pamela recogía las letras de canciones baratas o películas sin mucho mérito como dictámenes de la Biblia o del Corán. Convertía en un Mantra cualquier deshecho publicitario como "Mañana puedes estar mejor si usas la pasta de dientes X" o "bebiendo X de verdad cambiarás tu vida".
En fin, yo no voy a criticar a Pamela. Mal que mal el consumismo, la publicidad se han endiosado con la masa, es decir, todos nosotros, que hasta el ícono más intelectual puede hacer una propaganda para Coca-Cola.
Volviendo al tema y a Pamela, decíamos que ella decidió partir debido a la frase de la película del cable.
Si algo había de verdad en su vida era la incertidumbre y la certidumbre también de saber que en cualquier momento se puede tener todo o nada.
Decidió partir, como ya dije, con todos los riesgos pero sin miedo. Robó la casa rodante de su vecino, que le dejaba las llaves a su papá cuando no estaba en el país.
Había suficiente gasolina para un viaje largo. Ella no era una ladrona, nunca lo fue...pero estamos hablando de la última decisión de Pamela.
Dejar de ser una niña buena para ser uno más de los seres que reptan en el planeta no es algo fácil, pero sí tentador.
No llevó casi ropa, sólo la necesaria. Tenía una tarjeta de crédito adicional que su papá le había regalado para cubrir emergencias de su diabetes. Pero casi nunca la ocupaba. Manejar ese vehiculo grande era difícil, pero tenía entrenamiento con el jeep de su hermano, el que había partido a Estados Unidos hace tres meses y nunca escribía ni un mail.
Se fue entonces rumbo al norte. A una velocidad promedio de 80 kilometros la hora. Al pasar por las estaciones de servicio le bajó un delirio, como recordando algo que era importante y no había hecho luego de todo el detallado plan de escape.
Revisó su cartera pero ahí estaban. Pasó a la farmacia y despachó las recetas. Los sedantes. Muchos.
Seguía ruta al norte hasta que de lejos divisó un mar muy azul. Se acercaba a su destino más rápido de lo pensado.
Se quedaría en la primera playa habitable. Era recién primavera y apenas habrían pobladores que la molestaran.
Por fin llegó a una playa desolada. Se impresionó un poco porque estaba llena de barro. Las pocas casas estaba arrasadas y había algunas cruces.
Ella no sabía nada de lo que había pasado. No escuchaba ni veía ni leía noticias hace meses. No tenía idea del aluvión.
Se instaló entonces en la playa. La casa rodante tenía víveres al menos para tres meses y la ciudad más cercana estaba a 150 kilómetros por si le faltaba algo. Lo importante ya lo tenía: la paz, la soledad y los sedantes.
Entonces Pamela, luego de cepillarse el pelo cien veces, bajó al mar, metió los pies y con un vaso recogió agua con la que tomó el primer sedante.
Volvió a la casa rodante y se echó a dormir. A unas dos horas de disfrutar bajo las sábanas de la sensación de no-ser-nada, la despertaron los gritos enloquecidos del populacho. Vió a través de sus párpados antorchas que corrían unidas a brazos sin cuerpos que daban alaridos.
Pero no cerró los ojos y adujo las visiones a los sedantes.
Pero noche tras noche era lo mismo. En cambio el día era tranquilo. Pero no había nadie. Pero Pamela no tenía miedo, para eso estaban los sedantes y un poco de alcohol.
Una noche, más por curiosidad que por miedo, salió a investigar, a su pesar dejando la puerta abierta. Caminó por la playa bastantes metros hasta altas horas de la madrugada.
No encontró ni vió nada. Ni siquiera sintió temor. Sólo le llamaba la atención ese enorme camino de barro que parecía llegar hasta el fondo del océano y que el mar no cubría. Como si la tierra de cuajo hubiese construido un puente hasta el horizonte.
Empezó a tener frío y a lo lejos vió que su casa estaba en llamas. Estupefacta corrió lentamente entre la arena pesada hasta que vió como un desfile de manos sin cuerpos portaban antorchas y salían desde la casa sin haber hecho daño alguno.
Se convenció de que era una alucinación fuerte. Bebió más alcohol de lo acostumbrado y buscó los sedantes. Pero ya no estaban. Revolvió todo y ya no estaban.
Descorchó el viño añejo. Rezó por primera vez. De pronto encontró un periódico que daba cuenta de la tragedia que arrasó el pueblo entero hace tres meses. "Que no quedó viva ni un alma" decía la crónica.
Por primera vez Pamela no creyó en una frase cliché. Todas las almas estaban vivas y habían tomado sus sedantes y a ella, a ella sólo le quedaba una aspirina en el bolsillo. |