Sopa de picaflor
Nunca olvidaré aquella tarde de verano, la más perfecta que un hombre puede haber soñado.
Estaba allí, desnuda en el césped, y su piel morena era una perfecta mancha sobre el verde intenso de mi patio, repleto de jazmines y de flores multicolores.
A su belleza se sumaban el intenso aroma del estío y la sensación alucinante que comenzaba a recorrer mi cuerpo.
Nunca una mujer tan hermosa había estado a mi disposición, era la hembra con la que había soñado toda mi vida. Y estaba allí, entredormida, cuando de repente, en medio de su sopor, tomó una lona roja y la puso bajo su cuerpo.
El efecto fue mágico y presa de la mayor excitación me arrimé lentamente. Como con temor de romper el hechizo.
Comencé a besarle los pies, con una dulzura que desconocí y como la tortuga de la fábula de Aquiles seguí mi camino; sin apuro pero sin pausa.
Y traspasé metas. Gozoso y rebosante dejé atrás sus tobillos, sus rodillas, donde me detuve expresamente; sus muslos, la cadera fuerte y femenina, cubil exacto donde las manos de un hombre encontrarían el lugar para el eterno reposo, recorrí el vientre de la vida, las firmes dunas coronadas con esa especie de cereza fragante, esa pequeña protuberancia que se ponía rígida ante el paso de mi boca y así bordeé su cuello, su largo y delicado cuello, poseedor de una tersura capaz de conmover al más insensible. Como media hora después del comienzo llegué a su boca, que se abrió ansiosa y dulce como la más apetecible de las mieles, para llegar finalmente al lugar más deseado, el más conmovedor y perfecto que jamás un hombre pudo haber imaginado. Arribé a sus ojos, y en un ruego le pedí que no los cerrase. Pero ella también estaba excitada y le costaba acceder a mi ruego. ¡Qué ojos los de aquella mujer! Perfectamente deliciosos, con sus grandes pupilas oscuras encerradas en un círculo violeta estremecedor, un color que jamás había visto y del que estaba prendado.
Los rodeé con mi lengua, una y mil veces lo hice, millones de horas lo hice. Ella gemía desesperadamente y entre susurros y gemidos me pedía que la amase.
¡Qué loca que estaba! Perderse ese momento único por la simple satisfacción de la carne. ¡Qué poco sabía del éxtasis, que desconocimiento del placer!
Me separé a medio metro y me quedé mirando el violeta de esos ojos, quizás un momento, tal vez una eternidad. Perdí la noción del tiempo. ¡Estaba atrapado por ellos!
Ella llevó su mano hasta mi miembro, todavía fláccido, pero el contacto de esa piel caliente, dulce y llena de apetito lo hizo reaccionar. Fue entonces que su fuego se sumó al mío y logró, la bruja, lo que buscaba: el final del momento más atrapante que mujer alguna pudo haberme brindado. Hicimos el amor, fue bueno, pero la inmortalidad del hechizo se había cortado; no fue nada distinto que otras veces.
Cuando mi río se hubo juntado al suyo, jadeantes y rendidos, abrazados y tiernos, nos miramos a los ojos, y sentí que ella pedía más y más sin siquiera abrir su boca.
La visión de esos ojos únicos, solicitantes y angustiados, me enloqueció de pasión. ¡Dios mío, como amaba esos ojos!
Un ruido sibilante interrumpió mi ensimismamiento, y pese a un extremo esfuerzo por negarme al estímulo, no tuve más remedio que girar mi cabeza para observar al causante de semejante herejía.
Era un picaflor, inquieto, movedizo, que libaba, como yo lo había hecho hace instantes con ella, el néctar de la vida en mi planta de jazmín.
Le arrojé una piedra, buscando venganza a su acto irresponsable de haberme negado la llegada al clímax espiritual que me estaban dando los ojos de esa mujer y el infame salió volando a toda velocidad. Me pareció ver en esa cara de pájaro una sonrisa picaresca y lo odié con toda mi alma. Profundamente.
Ella se fue y nunca más volví a verla, pero todas las tardes, irremediablemente, el picaflor volvía a mi jardín a burlarse de mi desesperación. Por las noches, lo tenía en mis pesadillas; me daba vueltas alrededor y se reía de mí, con un cinismo y un placer imposible de describir con palabras.
Comencé a pensar como vengarme de él, como lograr que nunca más volviese a molestarme.
Lo pinté en mis cuadros, una vez sin un ala, otra sin ojos, herido, sangrando, suplicante, sin plumas, sin pico y sin patas; de una y mil maneras intenté alcanzarlo para matarlo, pero no lograba mi objetivo. Maldito picaflor, maldito pájaro infernal.
Y un día sucedió, finalmente un bendito día, tan inolvidable como el de la mujer de los ojos violetas, esa basura voladora cayó en mis manos, inevitablemente.
Y al fin los cuadros se completaron. El primero tuvo las alas más perfectas, exactas; el otro los ojos, el tercero las plumas; el siguiente el pico y el último las patas. Los restos que quedaron de ese infame fueron a parar a la olla y con el más grande de los placeres formaron parte de mi apetitosa cena; una sopa genial.
Nunca más me molestó, dejó de formar parte de mis pesadillas.
Ahora sueño con la mujer de los ojos violetas; y la he pintado: un solo cuadro que perfecciono todos los días. Una pintura que se acerca a la perfección, pero como no he podido encontrar en mi paleta el exacto color de sus ojos, hay un vacío en sus órbitas.
Sé que un día lo voy a terminar, intuyo que ella vendrá nuevamente a mi casa. Y entonces sí culminaré mi obra maestra. El vacío que hay en mi cuadro perfecto tendrá el color exacto de sus ojos.
Eso sí, no pienso comerme el resto de tu cuerpo, Berenice
|