Hace algunos meses una entrañable amiga, tuvo el amable gesto de invitarme a su graduación como abogada, eso me hizo automáticamente rememorar aquel noviembre de 1994, en el cual tuvo lugar mi graduación como abogado, que abismo me separa de aquél que se graduó hace más de diez años, ya casi no reconozco en el espejo que queda de aquel joven que cumplió los extremos protocolares para que le dieran el título, y que aceptó el cambio como la única constante en su vida.
Pero el asunto no soy yo, ni la carrera de derecho, sino mis sensaciones en la graduación a la que fui invitado.
El auditorio estaba repleto, familiares y amigos explotaban en risas, abrazos y felicitaciones cargadas de alegría, sus allegados habían logrado la meta, cuantas esperanzas, cuantos sueños les abren sus puertas de par en par. Me sentía contagiado de tanta promesa, de aquel optimismo de la persona que alcanza un peldaño y comienza a figurarse el nuevo peldaño, mi rostro mantenía una sonrisa sincera y afectuosa por ese momento elevado, pero de forma súbita esta impresión cambio radicalmente, cuando hicieron su aparición las autoridades académicas, conformadas por doctos con amplia trayectoria, sí, esos abogados con carreras judiciales de treinta años, con igual cantidad de años dando clases, en mis entrañas sentí como el aire se corrompía, al instante que sus togas inundadas de medallas y condecoraciones rondaban el recinto, tuve que contener las náuseas.
Me pregunte de inmediato ¿Cuál era el fenómeno para que jóvenes recién graduados preñados de intenciones y con el corazón desbordante de entusiasmo se transformen en momias sonámbulas, como las que desfilaban ante mis ojos?
La respuesta es simple, las ideas, el pensamiento abstracto, la lógica delirante, se va infiltrando paulatinamente en el organismo, al inicio son pequeñas cenizas que viajan en la sangre, pero con el transcurso de los años, cada vez más cenizas fluyen en el torrente sanguíneo, la sangre se va haciendo espesa, pesada, y termina por afectar a los huesos, se llega al punto que todo lo que hay debajo de la piel son cenizas.
Cuando ha transcurrido mucho tiempo, la resequedad por el culto a la dialéctica en detrimento de la naturaleza, entonces, el organismo comienza a reflejarlo en su exterior, el rostro refleja una tez grisácea, signo de decadencia y de vida opuesta a la naturalidad, pero el proceso es ya irreversible. Las cejas permanecen fruncidas intentando contagiar un aire de seriedad, la frente con arrugas profundas, que son surcos imborrables que demuestran una imponencia fingida de actor de plaza pública; sus canas son amarillentas y malolientes, su altivez por alcanzar una seriedad, sólo les alcanza a una pose asmática que no convence a nadie.
En sus doce horas diarias de esfuerzo por el reconocimiento, se les fue la vida; y ahora miran por el rabo del ojo a la secretaria, a la ascensorista, a la recepcionista, en fin cualquier ejemplar del sexo femenino que tenga la desdicha de ostentar algún atributo medianamente salvable, será presa de la lascivia.
Jamás despreciaran la oportunidad ante un requerimiento de una joven abogada de su consulta, inmediatamente y con mucha prestancia le dicen: “…Doctora por favor pase por aquí…no…no…déjese de formalidades…no se siente en el escritorio, puedo recibirla aquí mismo en el sofá…, a ver para que le soy útil…”
Observen en ese espectáculo lo que es perder el paraíso de la infancia, aquel tiempo en que todo es espontaneidad e inmediatez, de donde nos sentimos expulsados en la madurez, sin boleto de retorno. Ahora estos insolentes, con el pecho sobreexpuesto y cargados de condecoraciones se pavonean apostando a que el metal de sus medallas es el éxito prometido de la existencia.
Están descubiertos, el precio que pagaron fue muy alto, yo lo sé y ellos también, ahora son peligrosos con sus vapores de putrefacción pueden convertir en víctimas a quienes se les aproximen. Que sirvan estás líneas de alerta a las nuevas generaciones de abogados.
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