El Paliacate Milagroso de Carlitos
Qué sol había, tanto sol y tanto calor hacen más inolvidable y real la hora de la salida en la escuela. Carlitos se quitó el suéter y lo anudó desganadamente en torno a su cintura, se pasó la mano por os cabellos revolviéndolos aún más, tomó la mochila y salió de ahí.
En su memoria aún resonaban la voz y las lecciones de la maestra, recordaba que Mario no le había devuelto sus canicas y que le tomaría toda la tarde hacer la tarea… mientras su estómago le recordaba a él casi era la hora de la comida. Sin embargo todavía faltaban muchas calles por recorrer, y habría que hacerlo soportando ese molesto agujero que tenía en el zapato.
Cruzó por la avenida Corregidora, vio el templo de San Francisco; la gente afuera, los vendedores,, los transeúntes, los autos, aquellos sonidos de ciudad despierta bajo el sol del medio día… se detuvo y miró hacia la torre, sintió cierta tentación por entrar y visitar a su amigo el sacristán, al que conoció cuando iba al catecismo; desde ese entonces don Pablo fue “su amigo grande”, pues Carlos era de la idea de que un niño siempre debe contar con un amigo bueno, mayor que él, alguien ajeno a la familia, que nos enseñe cosas sobre la vida, que sea un ejemplo a tomar cuando mayor. ¡Hace tantísimo tiempo que conocía a don Pablo que casi se sentía viejo! Ya había pasado casi un largo año desde el inicio de aquella amistad.
“Fíjate bien en estas campanas, pon tu mano sobre ellas, ¿quieres hacerlas sonar tú mismo?” No, pero él no se atrevía a hacerlas sonar, simplemente posó su mano sobre la superficie lisa y caliente y sintió vértigo al saberse tan alto en aquella torre. El viejo sacristán continuó: “¿Sabes lo que significa el poder que ahora tienes? Tienes el poder de despertar toda la quietud de la ciudad con un solo movimiento de tu mano… espantarás tal vez a aquellos pájaros, todo el centro de la ciudad escuchará el tañido que producirán las campanas con que sólo tú lo desees…. ¿no te atreves? Y Carlitos se había atrevido; aquella tarde él había llamado a misa, sí… recordaba ese poder…
Pero hoy no entraría a visitar a don Pablo, tenía muchos asuntos pendientes: tenía que comer, tenía que hacer la tarea, tenía que alcanzarle el tiempo para salir a jugar con Luis… no, definitivamente hoy no entraría a San Francisco. Siguió caminando.
Llegó a su casa. Ahí también refulgía de sol; el patio recién lavado que ya se secaba, las flores y plantas amadas de su madre, las ventanas limpísimas que espejaban la luz… Entró, vio a su madre lavando ropa ajena, la labor con que la familia se sostenía. Preguntó por su padre y había salido como casi diario a buscar empleo. Carlitos escuchó la primera orden de la tarde: “te vas al mercado y traes medio kilo de carne, y cuidado con perder el billete, ¿eh?, que hoy no comemos si me lo pierdes por andar de atolondrado. ¡Anda!, deja la mochila ahí y apúrate…” Carlos salió con aire distraído. Recorrió las embaldosadas calles del barrio entreteniéndose con cada persona que veía. Todo era distinto para él en esta ocasión.
Por fin llegó al mercado, ¿a qué venía? Se preguntó, pero pronto olvidó la pregunta, pues en ese momento vio a varias personas apiñadas alrededor de alguien o de algo. ¿Qué pasaría? ¡Ah!, era un señor muy hablantín que prometía curar las más terribles enfermedades con su ungüento mágico. El señor le pareció a Carlos un poquitín presuntuoso en sus maneras y en su voz. Ya se iba a retirar cuando escuchó decir al merolico que enseguida presentaría a su mascota llamada Chimino. ¿Qué sería, un ave o un perro? No… más bien debía de ser un gato por el nombre que dijo. Todos aplaudían mientras que de una enorme caja el merolico hacía salir a una serpiente larga, gorda y lustrosa que se enredaba cadenciosa en los brazos y hombros del curandero.
Carlitos abrió tamaños ojos, jamás su vida había visto un espectáculo tan delicioso; ¡una serpiente viva! Eso era algo que él no podía perderse, así que disfrutó de cada movimiento, de cada giro que daba la serpiente.
Al finalizar el espectáculo, Carlos decidió que antes de entrar al mercado haría un recorrido por los alrededores para ver qué más encontraba de nuevo y sorprendente. Lo atrajo una voz potente y chillona, volteó y vio a un señor que lo llamaba entusiasmado. Carlitos se acercó. El puesto de lotería estaba ocupado por cinco o seis jugadores con su respectivo cartoncito a frente. El anfitrión iniciaría otro juego e invitaba a Carlitos a participar, pero él no tenía dinero, el billete que su madre le diera, ese billete ganado con tanta fatiga, era lo único que venía en su bolsillo lleno de estampas; un chicle y dos canicas. Pero, ¿qué tal si ganaba un juego? El premio era en efectivo y sumaba muchísimo más que el pequeño billete de su madre.
…Pues no sabía si arriesgarse o no. De pronto se sintió tirado del brazo y sin más se vio sentado junto a los demás jugadores. El señor tomó el billete del niño y comenzó: “!El jarrito..!, ¡la sonaja..!, ¡el sol..!, ¡el sombrero..!” Carlitos fue colocando un frijol en cada dibujo del cartón. Era divertido; después de todo a él no le gustaba la carne… Con sorpresa veía la rapidez con que su cartoncito se llenaba. ¡Uno solo, un solo cuadro más y el premio sería suyo! Pero el anfitrión no mencionaba “la silla”. Nervioso miró a sus contrincantes y ninguno tenía tantos cuadros llenos como él. Miró esperanzado al anunciador… y, por fin… ¡el premio era suyo!, ¡había ganado!, ¡”la silla” fue mencionada!
Con gesto triunfal Carlitos colocó el último frijol sobre el cartón y sonriendo satisfecho tomó aire para gritar a todo pulmón: “!! Lotería !!”
El organizador de los juegos le dio su premio a Carlitos: un paliacate pesado, repleto de monedas; sólo se podía tomar con las dos manos. ¡Había quintuplicado el billete que llevaba!
Se retiró del puesto y, aún confuso, recordó que tenía pendiente un mandado; el medio kilo de carne. Pero no sólo compraría esto; al llegar al puesto compró chorizo, jamón, buscó pan y llevó de todas las frutas que encontró.
Ya de regreso, al dar vuelta en la esquina de su calle, vio desde lejos a su madre de pie fuera de la casa, quien al verlo comenzó a hacerle aspavientos levantando el puño cerrado. Estaba enfadada, pero, ¿por qué? Sí, tal vez se tardó un poco más de la cuenta, pero, ¿no había valido la pena pasear por el mercado? Así que, para que su madre se contentara con él, alzó el paquete lleno de comida y con la otra mano levantó el paliacate que todavía casi reventaba de monedas y los agitó para mostrárselos desde lejos. Pero la señora sólo lo veía a él y seguía con sus amenazas. Mientras continuaba caminando, Carlitos insistía en mostrar a su madre el paliacate y ella se empeñaba en mostrarle su enojo.
Cuando ya estuvo cerca, la señora estalló: “!¿Qué pasó?! ¡¿Por qué tanto tiempo?! ¡Tu padre ya está sentado a la mesa para comer y tú paseando..! ¿Qué traes allí?”
Carlitos contó a su madre lo del juego de lotería y la suerte que tuvo. Los dos entraron a la casa y ellaa se dirigió a su marido para decirle: “A ver, pregúntale a tu hijo de dónde sacó tanto dinero, que diga la verdad…” Dicho esto entró a la cocina para preparar la carne.
“A ver, muéstrame ese dinero…” Carlitos, entre contento y asustado colocó el paliacate sobre la mesa y lo desató. El padre se inclinó para ver mejor las monedas y pidió al niño que explicara lo que había pasado. Carlitos refirió todo lo que había visto desde su salida de la casa hasta que compró la carne. Su papá, disimulando su alegría, acercó lentamente sus manos al milagroso paliacate y sacó las monedas, colocándolas pacientemente una sobre otra en columnas. Carlitos, con los codos recargados en la mesa y las palmas de las manos sosteniendo sus sienes, veía alternadamente al dinero y a su papá.
El señor terminó de contar el premio, apartó cuatro moneditas del resto y solemnemente las colocó sobre la mesa frente a Carlitos: “Cuando vayas a un mandado no te vuelvas a tardar”, le dijo. Los olores de comida recién hecha llegaban desde la cocina envolviéndolo todo.
*Cuento ganador del concurso “mi ciudad” convocado por presidencia Mpal. De Querétaro. 1997.
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