Lo conocí de chico, era un pibe huraño, hosco, de muy pocas palabras, con la cabeza siempre gacha, bajito, morrudo y con una boina vasca infaltable siempre calzada hasta el fondo, vestía bombachas, alpargatas, casi siempre rastra a la cintura y pañuelo al cuello.
De chico ya parecía grande, de joven ya parecía viejo. Los que lo habían conocido antes, decían que había tenido a muy corta edad una impresión muy grande al presenciar cómo una patota agredía a su padre... por eso lo llamaban “El loquito”.
Nunca mantuve una conversación con él, creo que la mayoría tampoco, sólo un cerrado: Bueenaas y nada más.
Él sólo vivía para sus dos o tres caballos, los acariciaba, los cepillaba, los llevaba de terreno en terreno del barrio, buscándoles los mejores pastos.
No había potrero con dueño desconocido al que “el loquito” no alambrara para proteger sus caballos. Con frío o con calor, al caer de las noches se lo veía con sus baldes a cuestas llevándoles agua, en silencio, o contándoles quién sabe qué historias al oído.
Tenía un trabajo en “Espacios verdes” y de esa forma uno lo cruzaba a cualquier hora del día por lugares insospechados, siempre con una pala al hombro. Nadie sabía a dónde iba y qué cavaba, pero su trabajo lo tenía.
En los ratos libres siempre me lo cruzaba sobre su yegua alazana, al trote corto por la vera de la ruta, yendo o viniendo sin saber de dónde o a dónde, seguido por algún potrillo hambriento de teta.
Año tras año la misma imagen se repetía como en un calidoscopio: “el loquito” con su pala, “el loquito” con sus caballos.
Un día, explotaron las comadres del barrio: “El loquito” se casaba y así lo vimos cargar con hijos ajenos, con panzas ajenas y con panzas propias, que las malas lenguas decían que no lo eran.
Siguió huraño, siguió parco, a veces cargaba la pala, a veces montaba su yegua, a veces cargaba un crío en sus brazos.
Iba y venía, pienso que lo que lo mantenía, lo único que lo hacía feliz y seguro eran sus caballos, eran sus únicos confidentes y amigos.
Se lo empezó a ver más taciturno aún, más perdido, a veces a pie deambulando junto a la raya de la banquina.
Una noche fría, oscura, de hace un mes, un vecino lo encontró muerto en la ruta, despedazado. Hablaron de suicidio, hablaron de accidente, la verdad no se supo, nadie pudo saber qué pasaba por la mente del loquito cuando el auto lo atropelló y desangrándose lo dejó tirado en el asfalto, dándose a la fuga.
Fue el comentario del barrio, la novedad durante uno o dos días. La policía no investigó, fue más fácil achacarle suicidio. Fue más fácil no dedicarse a buscar al auto homicida, sólo era “el loquito”.
Anoche, la sudestada arreciaba violenta sobre los acantilados, salpicando la ruta.
Los coches pasaban velozmente encandilándose unos a otros sacudidos por el viento. De repente, como emergiendo de entre la lluvia, un caballo comenzó a atravesar la ruta, se sintió el rechinar agudo de unos frenos al tratar de detenerse sobre el asfalto mojado y el impacto impresionante de un auto, al estrellarse luego sobre el parapeto del puente.
Simultáneamente los que estaban cerca, sintieron un tremendo chapuzón en el mar.
Entre la confusión de la lluvia, los autos estacionados de cualquier manera, las sirenas de policías y ambulancias que alguien había llamado, hubo quien se acercó al auto estrellado contra el puente. No había sobrevivientes, el impacto, la frenada infructuosa, los había destrozado.
Alguien enfocó con una linterna, todo el frente estaba aplastado contra el puente, cuatro jóvenes muertos, montones de latas de cerveza desparramadas, pero cosa extraña, el capot no había impactado y sin embargo mostraba un tremendo abollón de días, que ya había comenzado a oxidarse.
Se retiraron los coches poco a poco, las ambulancias llevaron los cadáveres hacia la morgue de la ciudad, una grúa se llevó el auto.
Los titulares de los noticieros dijeron: Un automóvil que a gran velocidad se desplazaba por la ruta 11, por causas desconocidas, probablemente por la lluvia, impactó sobre un puente en la Barranca de los Lobos. No hay sobrevivientes.
Hoy amaneció un día brumoso, ya no llovía, un pescador mañanero no pudo más de su asombro cuando se asomó al acantilado y allá abajo, desbarrancada, divisó una yegua alazana.
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