Me han contado, ignoro si es cierto o no, que una mujer falleció en Valencia durante un pase de La pasión de Cristo, de Mel Gibson. Al parecer, la aprensión que le produjo el derroche de violencia, sangre y vísceras no le permitió digerir bien las palomitas y un corte digestión acabó con su vida. Lo más triste es que nadie reparó en ella hasta que un acomodador que limpiaba la sala para la siguiente sesión la encontró sentada en su butaca. Según me cuentan, de haber recibido atenciones médicas esta mujer estaría aún entre nosotros. En estos casos, 125 minutos son demasiados.
Existen más casos como éste. Otra mujer, esta vez americana, entró en un plácido sueño al comienzo de El paciente inglés y jamás despertó. Quien se lleva la palma en este sentido es M. Night Shyamalan (El sexto sentido, El protegido, Señales y El Bosque), cuyas combinaciones de aburrimiento, sobresaltos gratuitos y largo metraje han producido tres víctimas mortales conocidas hasta la fecha. No quisiera pecar de visionario, pero creo ver señales en todos estos hechos de que algo no va bien.
Hitchcock le decía a Truffaut que cualquier joven cineasta que empezara debería hacerlo a través del cine mudo. De él aprendería lo específico del arte cinematográfico, especialmente el carácter sintético del mismo. Los grandes productores de Hollywood lo sabían y se cuidaban mucho de que sus películas excedieran los 100 minutos, ya que a partir de esa frontera el aburrimiento era difícil de esconder y las malas butacas difíciles de soportar. La labor del productor, como buen empresario, era la de llevar al cine a cuanta más gente mejor y el camino para ello consistía en ofrecer un producto de calidad. Las películas no debían tener un plano de más ni una sola frase que no condujera al entretenimiento del espectador. Sólo unas pocas películas podían permitirse el lujo de exceder esa frontera, aquellas que apuntaban a los Oscar, al prestigio de la gran obra y que lo que vendían, a través de ese trato de excepción, era una imagen de calidad.
¿Qué ha pasado entonces para que en los últimos años el número de películas de largo metraje se haya multiplicado de la manera que lo ha hecho? Podemos decir que el público está más receptivo a la hora de pasarse tres horas en una sala. Esto es cierto en cierto sentido. El espectador no se conforma con pasarlo bien viendo una película y necesita salir del cine y poder decir que ha visto una gran película, una obra maestra. Todo esto responde a una estrategia de marketing y de la misma manera que en el fútbol tenemos hoy cuatro o cinco partidos del siglo al año las productoras y distribuidoras nos venden obras maestras a peso y al por mayor. Pero, ¿por qué ese interés de las productoras en hacer películas cuyos costes de producción se disparan cuando el metraje, esto lo saben, se convierte en un handicap para el ritmo y el interés de la propia cinta? La respuesta es muy sencilla: el mercado ha cambiado sus reglas. Los beneficios que produce una película dependían antes de la recaudación en taquilla. Con la aparición del vídeo se consiguió una segunda taquilla, cuyos resultados se aproximaban a los obtenidos en una sala. Los pases por televisión eran simplemente la guinda que adornaba el pastel. Hoy, por el contrario, los principales beneficios que produce una película derivan de orígenes muy distintos: por un lado, la venta de palomitas y de otras chucherías que se consumen durante la exhibición en salas supera con creces lo obtenido en taquilla; la ecuación es simple, a mayor tiempo dentro de la sala mayor consumo. Por otro lado, los beneficios que produce la venta de licencias para televisión se han disparado gracias a la competencia existente. Los programadores televisivos intentan contrarrestar los enormes gastos que la compra de las películas les supone intercalando más y más publicidad. De nuevo, otra sencilla ecuación: a mayor metraje, más espacio para colocar anuncios.
La comercialidad de una película, es decir, su facultad de llegar al mayor número de público posible no es un mal en sí, pero sí lo es la tiranía del mercado que impone sus reglas sobre las puramente cinematográficas. Andrei Tarkowski dice en su libro Esculpir en el tiempo que su cine no gozó nunca de tanta libertad como en los tiempos de la censura soviética, ya que en ese momento la industria cinematográfica de su país no estaba obligada a responder a ninguna cuota de mercado. Resulta paradójico. Los anuncios de la ONCE acaban siendo más peligrosos que un censor con unas tijeras.
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