Estábamos en el salón después de la cena, cuando Judith habló, sus ojos clavados en Bruno como si le fuera a confesar algo. Yo tuve miedo: ¿quería en realidad que lo declarara? A veces es mejor no saber la verdad. Ahí sentada, con Judith, mi mejor amiga, y con Bruno, mi marido, era una de esas ocasiones. Un gesto, una sugerencia, cualquier palabra mal dicha... Tal vez aparecería la más temible: engaño.
¿Queríamos los tres saber la verdad? La situación era tan complicada e imprevisible que nada bueno saldría de la revelación. Judith y Bruno se miraban a los ojos y hablaban; era una de aquellas pesadillas sobre las que una soñaba repetidas veces. Odié que se miraran así y odie lo que iban a decirse. No, no había tiempo para el perdón, el engaño acabaría en sangre. —¿Me dais fuego? —pidió Judith.
Me dejó atónita. Tanto temor, y luego esas palabras. Bruno me tiró el mechero y me pidió: «Dáselo tú, ¿quieres? Estás más cerca».
Encendí el fuego y Judith se acercó. La llama iluminó sus ojos. Hermosa Judith, bendito sueño hecho realidad, tus ojos brillan como el océano nocturno bajo la luz de la luna, océano que sube por la marea alta y posee a la fina arena, océano en el que me bañaría mil veces sin llegar a cansarme, desnuda, sin protecciones, libre para que sus olas laman todo mi ser. No, fogosa Judith, no deseo nada más que volver a bañarme en tus ojos oceánicos.
Le guiñé un ojo a Judith; ella quería contárselo todo a Bruno, para que nos divorciáramos; pero yo prefería mantener las cosas como estaban. Yo ya no estaba casada con el egoísta Bruno, yo estaba casada con Judith; no necesitaba que un papel confirmara la realidad.
Los adorables labios de Judith se abrieron, y ella volvió a hablar:
—Gracias —dijo Judith.
No me importó que Bruno estuviera presente; al fin y al cabo, estaba ensimismado en uno de los castillos mentales que construye; así pues, le contesté a Judith que le daría fuego cada vez que me lo pidiera.
Suerte que Judith está en la habitación; últimamente no soporto estar a solas con Iris, mi mujer. Los remordimientos, supongo. Nuestro matrimonio es un desastre. Hace ya tres o cuatro años que es evidente, pero entristece reconocerlo. Por eso intento evitarlo. Pero si a mí me cuesta, ¿cómo no le va a costar a Iris?
Tuvo que luchar contra su padre, vencer su resistencia. El viejo siempre me vio como un cazafortunas. Pobre gruñón, ya hace diez años del accidente. «Desgraciado accidente», repetí en el funeral. Venía uno, «desgraciado accidente», venía otro, «desgraciado accidente». En realidad, no fue tan desgraciado, por supuesto. Si no llega a ser por aquello, ahora no tendría las empresas. Ni a mi mujer, claro.
Si el viejo supiera lo del club, me despellejaba vivo. Con la mala leche que gastaba... Nunca imaginé que yo sería uno de esos, que en cuanto aparecieran las oportunidades caería de una forma tan fácil. Secretarias, clientas... Una de ellas fue la primera en llevarme al club. «Todos con máscaras, ningún compromiso», vaya si tenía razón. Desde entonces, no he parado.
Lo más difícil es que sea compatible con la vida normal. Ayer mismo estaba entre tinieblas, rodeado por desconocidos desnudos. Todos ellos la alta sociedad, con lo exclusiva que es la cuota para ser socio. Nosotros podemos permitírnoslo. Si los demás pudieran, también lo harían. Unos a soñarlo, otros a vivirlo. Por las cosas que hacíamos, en la época de mi abuelo nos hubiesen encerrado. O, ¿quién sabe?, igual ellos también tenían sus clubs selectos. Por la noche en el club, por la mañana con mi queridita mujer, diciéndole que sí a todo, riéndole las gracias a su amiga.
Tengo suerte que Judith cada vez pasa más tiempo en casa, sino Iris sospecharía algo. Entretenida por la amiga. Hablando de la amiga, Judith es muy atractiva. Con ese cuerpazo podría pertenecer al club. No sé, quizás si Iris nos deja solos algún día, se lo propongo.
¿Cuál será su contestación?
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