Corrí por la llanura persiguiendo un olor que me pareció familiar.
No era de la sangre de una presa, aunque el hambre torturadora que sentía en ese momento fácilmente lo habría destacado, imagino que tal vez porque estoy tan acostumbrada a sentirla, mi hambre se ha vuelto mi eterna compañera.
Era un olor florido, que me hizo sentir extraña.
Subí por una ladera, corriendo siempre, con la nariz al aire, ansiosa de encontrar su origen.
Entonces al llegar a la punta de un risco lo percibí: un campo completo de flores.
Sus emanaciones eran delicadas, exquisitas. Mas en realidad no era sólo ese el aroma que me había traído hasta este lugar… Miré entonces con más fijeza y lo ví.
Un lobo de plata estaba tendido entre ellas. El lobo más bello que haya visto jamás.
Pero yacía sin moverse, casi rígido. Eso me provocó un aullido triste y sonoro, como los que he dedicado a la luna llena siempre, porque por fin lo había comprendido:
En realidad el olor que despedía su cuerpo era el de la muerte.