Siempre dijo que llegar temprano es ver las cosas de frente y además te queda tiempo para mirarlas dos veces. Antes de salir por las mañanas al trabajo, también hacía de jardinero y en breves podas dejaba rosales y arbustos ornamentales cortados en parejo nivel. Aspirando suavemente el aroma matinal del rosal pensaba que las abejas sacan miel de las flores pero su espíritu sacaba miel de las espinas pues su rudo trabajo no le permitía placeres mayores que los de un herrero acostumbrado a la dura faena diaria de la forja y el yunque. Pero esta fabricación especial de miel ya está patentada y el mundo no conoce su secreto_ Pensaba para sí. Las flores que cuidaba duraban muy poco y luego sólo quedaban las espinas. Por eso decía: Es preciso tratar bien a las espinas, pues más sufre el que las besa que el que las pisa.
Viviendo en este lindo pueblito, comenzó su afición por el jardín, dos años atrás, después de que su esposa falleciera al caer de un caballo que un rico banquero le había dado en pago a cambio de un enrejado que éste le había encomendado. Al año del accidente, sus dos jóvenes hijos se fueron a estudiar y trabajar en la gran ciudad y pocas veces vienen a verlo por lo atareado que están.
Así como sabía mucho de herrería, también aprendió a cuidar y cultivar el jardín que su esposa ya no podía y los rosales para ese entonces le habían dejado las manos llenas de “pequeñas heridas y a veces no tan pequeñas.
Una mañana cualquiera descubrió que la profundidad de sus pensamientos guardaba proporción con la frecuencia y profundidad de aquellas heridas, sumadas a las que siempre se hacía en la forja y el yunque en su diario trajinar de herrero.
Tal vez por eso era tan paciente y tolerante con sus vecinos y clientes en la herrería, cuando apurados querían que les hiciera algún trabajo en el menor tiempo posible. Tantas personalidades distintas le hicieron comprender que no se puede tener conocimientos profundos del corazón quien no ha tenido heridas profundas en él, ya que a través de esas “rendijas” podía ver mejor al alma ajena.
Esa mañana, muy temprano aun, terminó su labor de jardinero y emprendió su camino a la herrería. Apenas llegó encendió el fuego, aun era temprano y quería tener todo listo.
El yunque aguardaba fiel, el golpe familiar de su amigo el martillo, que para su constitución metálica, era más bien una caricia.
Algunos curiosos se asomaban para ver admirados el carbón encendido, pero al mismo tiempo tenían por sucio y despreciable el carbón apagado y muchos por esa razón, no le daban la mano, sólo se limitaban a saludar desde afuera. Nunca pudo explicarse esta actitud contradictoria de la gente, ya que siempre creyó que se debía percibir todo sin juzgarlo como “bueno” o como “malo” desde el principio, tanto a las cosas como a las personas tal y como son y no como nos parecen que son.
En medio de estos pensamientos, siempre recordaba a su esposa, dulce y tan llena de amor que a las luces del presente, aun la extrañaba.
La gente que lo visitaba, veía a un herrero siempre alegre, dispuesto al trabajo y jamás hablaba de la pérdida de su esposa o de algún otro mal momento o incidente desagradable fuera o dentro de su trabajo: La vida le había conferido la serenidad y la entereza suficientes como para no quejarse y llevar una astilla en el corazón y al mismo tiempo hablar de otra cosa_ hazaña de fuertes_ diría su esposa si estuviera viva. Pero él sólo hablaba cortésmente de su trabajo y su amor por las plantas del jardín.
Mientras aviva el fuego, entra al taller un oficial de regimiento y le pide que le cambie las herraduras a su caballo y con voz de mando le dice que lo haga lo más pronto posible. Pasan varios minutos y con presteza ya casi transcurrida una hora y algo más, termina su labor con el caballo. _Una hora y diez minutos_ Acota el oficial y luego de inspeccionar las patas del animal, le paga agradecido al herrero.
Al poco rato llega el párroco y entra a saludarlo. Ya iban tres trabajos y aun no le pagaba al herrero, pero esa mañana en su lugar, le dio un breve sermón sobre la caridad y acto seguido siguió hacia la iglesia.
El herrero del pueblo después de ver al párroco pensó para sí: “éste, al igual que el oficial de regimiento son “puro uniforme y sotana”, “no es importante el ropaje, si no distinguir a fondo los que van comiendo dioses y defecando demonios”.
El resto del día fue transcurriendo sin más novedad que su trabajo y al terminar la jornada, el herrero del pueblo cerró su taller y se marchó a su casa y allá en la tranquilidad de su patio, en plácido descanso contemplaba el fulgor de las estrellas y pensaba que también ellas eran hogueras inmensas donde se fraguaba la vida. Entonces les dijo a esos puntitos luminosos_ ¡Quemen su carbón en silencio, que ustedes no están demás si me hacen levantar los ojos hacia el cielo!
Al poco rato, cerró los ojos y mientras sonreía, descubrió que era un filósofo y en sus ratos libres, hacía de jardinero y herrero.
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