Se sabía robusto y capaz. A pesar de ello, se sintió atrozmente oprimido en medio de esa enorme masa de competidores que pugnaba por rezagarlo. Era una carrera feroz en la que, a barquinazos, salivazos, palabras soeces y horribles descalificaciones, todos a su manera intentaban desbancar al vecino, desplazarlo sin miramientos para arribar primeros a esa especie de podium difuso que el instinto les demandaba. Era un asunto de vida o muerte y él lo tenía más que claro. Si no lograba situarse en los lugares de avanzada, las posibilidades de sobrevivencia eran nulas. Entonces, su ingenio se hizo presente y recordó una fórmula que se sabía de memoria: Eemececuadrado, eemececuadrado, eemececuadrado y repitiéndola a viva voz y utilizando además la violencia, la crueldad, la fuerza irracional y todos esos temas que para él eran demasiado groseros como para enarbolarlos de buenas a primera, a punta de forcejeos y empellones y casi aullando su frase clave, se abrió paso entre esa marea de seres pujadores, quienes, tomados de sorpresa y algo atemorizados ante esa embestida, se paralogizaron lo suficiente para que él, ganara puestos, se posicionara en el primer lugar y casi mirando para atrás enterrara su gran cabezota despeinada en esa inmensa mole de color indefinido que aguardaba el feliz encuentro. Su cola, ese apéndice larguirucho y delgado como el de un roedor, se movió burlesca y triunfante antes de separarse de la cabeza. Nueve meses más tarde nacería el brillante científico Albert Einstein, quien ya antes de ver la luz, había logrado una importante victoria, tan heroica y tan esforzada como la que hemos conseguido todos nosotros…
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