El Capitán era un caso extraordinario en el particular reino animal de la casa, solía aparecer de los últimos a la hora de las comidas caminando con aparente deliberada lentitud. Los demás siempre parecían dejarle un plato sin tocar a ese gato de rabo torcido y mirada ausente que lucía un cuerpo lleno de cicatrices terribles, producto de las frecuentes peleas con el doberman de la vecina cuando este trataba de marcar territorio donde no le correspondía.
Aparte de esta deferencia especial este siamés no parecía disfrutar de ninguna otra comodidad que el alfeizar de la ventana mirando siempre distraídamente el exterior; sobre todo los días de lluvia parecía gozar especialmente del golpeteo de las gotas en el cristal. Nunca me he acostumbrado a la tendencia del pequeño bicho a no dejarse tocar nunca, siempre rehuye y nunca te mira a menos que vayas a invadir su espacio de descanso privilegiado y entonces ni siquiera te bufa, no le hace falta ponerse violento, se limita a mirarte intensamente con lo que he llegado a imaginar sea una profunda aversión al contacto humano mientras parece decir “¿Qué crees que estas haciendo? ¡Me molestas!”
Así y todo no puedo dejar de asociar a este arisco felino con la señora Carmen, es el único que ha permanecido con ella. La afable abuelita se limitaba a compadecer a ese “pobre solitario” y confiesa que de no haber permanecido con ella habría sido más difícil mantener lejos de los dientes del terrible perrazo de la vecina al resto de las pequeñas bolas de pelo que recogía de la calle. Siempre me quedaré con las ganas de agradecerle que también me protegiera a mí de ese monstruo suelto la primera vez que vine a ver los gatos de la señora Carmen.