Todo el mundo adoraba, admiraba y compadecía al rey Gustavo. Él era un rey muy inteligente y complaciente con sus súbditos, y todo el mundo lo amaba y escuchaba atentamente sus largos discursos. En todo el reino era conocida su melancólica historia de amor. Él estaba casado con una hermosa muchacha, según las habladurías decían que era muy dulce y gentil, pero estaba maldecida por un horrible encantamiento de una espantosa bruja. A causa de ello vivía encerrada en las mazmorras más oscuras de palacio, con una venda en los ojos, y con las manos atadas a la espalda.
Su maldición consistía en que todo aquel que mirara directamente a sus ojos verdes, aunque solo fuera por un segundo, se volvería un psicópata asesino.
Por ello vivía en permanente oscuridad, bajo los cuidados del rey que bajaba de vez en cuando a llevarle comida, un cubo con agua del pozo para asearse, y trajes para cambiarse de ropa.
Los consejeros reales, conocedores de la historia de la reina, pensaron en hacer una nueva ley para que al rey le fuera posible volver a casarse y tener a una segunda esposa que fingiese ser la reina de cara al público, en las visitas a países extranjeros. Pero el rey se negaba rotundamente a esa idea.
Había valientes caballeros que se presentaban a los pies del rey, para pedirle explicaciones sobre el nombre de la bruja que había maldecido a la reina, y hasta llegaban a ofrecerse voluntarios para ir ellos mismos en su busca y rogarle que le retirara dicha maldición. Pero el rey lloraba ante todas las visitas de estos indulgentes caballeros, y derrotado ante su temible situación los echaba con elegancia de palacio.
Uno de los hijos de uno de los consejeros reales, era un aprendiz de brujería, y era el único de todo el país que no se creía la famosa bondad del rey Gustavo ni la historia sobre su esposa cautiva. Uno de los trucos de magia que sabía hacer muy bien, era adoptar la forma de los cuatro elementos. Así que se volvió tan ligero y transparente como el aire y se deslizó por las rejas de la ventana hacia la mazmorra. Una vez allí desató a la muchacha, primero la cuerda de las manos y luego la venda de los ojos. Y miró sus ojos verdes, relucientes como esmeraldas. Parpadeo varias veces asustado y tembló frente a ella, esperando que dentro de él crecieran deseos asesinos. Pero…no ocurrió nada, ella derramó lágrimas y se abrazó a él. Él se transformó en fuego y alumbró su piel dejando al descubierto moratones y pequeños cortes sangrantes. Se volvió a transformar en él mismo, sacó velas con las que llenó toda la extensión del suelo de la sala, y al volver a ser fuego se paseó por ellas y las encendió. Después al adquirir la forma del agua acarició la piel de la muchacha para limpiarle las heridas.
Y colocando una mano sobre su frente, leyó sus pensamientos:
“Mi marido no me permite salir, me tiene aquí encerrada en contra de mi voluntad, siempre que intento hablar con él para convencerle al menos de que dé un paseo conmigo por los jardines de palacio, me pega un doloroso puñetazo y se larga dejándome aquí llorando. Desde aquí oigo a súbditos decirle a mi marido lo bondadoso que es con ellos, y yo me pregunto porque no puede serlo también conmigo.”
El aprendiz de brujo una vez descubrió la verdad, le ayudó a escapar, convirtiéndose en tierra cegó con ella al guardia de la puerta y se la llevó con él, simulando la forma de un tornado en su cuerpo hecho de aire.
Cuando a la mañana siguiente el rey fue a visitar a su esposa como siempre a la mazmorra, encontró las docenas de velas encendidas, el brujo avivó las llamas de cada una de ellas, hizo que las velas se tumbaran y Gustavo se murió entre olas de llamas de fuego.
El brujo se fugó a un país lejano con la muchacha y nunca nadie supo la verdadera razón de la muerte del rey Gustavo.