El libro estaba posado sobre mi mesa de ébano. Yo miraba sus hojas, alumbradas por una lámpara de pequeña energía. Sé que mis ojos trazaban líneas sobre el sinuoso trazo de aquellas letras. Sé que me abandonaba a la vigilia, al cansancio que se roba al sueño y que se apodera de las agujas del reloj. Mientras, unos labios que no conocía se insinuaban en la oscuridad y me impregnaban de su perfume masculino.

Aquel tiempo lo marcaba un descanso obligado entre la noche y el alba. Cuando pude, por fin, sustraerme al olvido, algo tiró de mi y me sumergió de nuevo en un lugar que me ataba a sus dedos húmedos, fríos de ansiedad. Creí escuchar repetidamente mi nombre.

Tan sólo recuerdo que podía volver a tenerlo entre mis manos, tocarlo, sentir la presencia que ya podía predecir entonces, como inmortal.

**