Era un hombre de baja estatura, fornido y moreno. Tenía el cabello cano- que bien ocultaba bajo tinte negro- y dos ojos profundos y oscuros que recuerdan a una noche de invierno. Las arrugas se le iban esclareciendo con el paso de los años y la enfermedad acortaba sus pasos, lentos y torpes. Tenía sesenta y tantos años, pero de viejo se le notaba poco.
Tenía la mirada profunda. Era tal vez por eso que pocas veces el muchacho lo miraba a los ojos. Se limitaba a escucharlo con la cabeza gacha en un rincón de la habitación; mientras recordaba su infancia que se pasó con la pelota y con él, en un arco improvisado en su casa. Recordaba el muchacho con nostalgia las carcajadas que soltaba su viejo con las barridas que se daba. Ambos terminaban muertos. Era el muchacho apenas un chiquillo que si sabía sumar dos más dos era por pura suerte. El viejo también de chiquillo había jugado, pero habría sido al trompo, aunque habría sido poco. Trabajaba, y duro.
Se había reventado el lomo por muchos años y, sin embargo, ahí estaba amarrado a su casa. Había sobrevivido por poco en accidentes a muerte, pero la enfermedad era el accidente a largo plazo que no había podido detener todavía. Aún así, no se había rendido. No estaba postrado en cama ni mucho menos. La luchaba, pero cómo la luchaba. La peleaba como si todavía fuera aquel pícaro de ocho años que dejaba caer el lápiz para mirar el extraño mundo debajo de la falda de la profesora. Era su muchacho el espectador en primera fila del partido. Era el viejo, sin embargo, el jugador. ¡Cuántos goles habrá anotado! El muchacho no lo sabía. Pero no dejaba de ver como dominaba su viejo la pelota. Era consiente de que había una trinchera contraria. La trinchera que lo abucheaba, que había perdido las esperanzas, que quería verlo perder 5- 0. Detrás del muchacho, su propia trinchera- medio mundo- le daba gritos. No podía perder. Era el viejo el goleador del muchacho.
Su superhéroe. Cuando era el muchacho todavía una guagua, sacaba el viejo fuerzas de no quién sabe dónde y le daba vueltas, haciéndolo volar por los cielos- apenas medio metros del suelo- y lo dejaba soñar por unos segundos que se hacían horas. Muchos años más tarde, el superhéroe tenía sesenta y tantos, y su guagua tenía ya bigote y barba. Aún en aquellas circunstancias tan lejos de sí, el muchacho todavía daba vueltas alrededor del viejo. Aunque fuera un mundo diferente, eran los mismos. Era el viejo el superhéroe.
La depresión a veces se apoderaba de él. El viejo se sentía tan lejano y opacado por el mundo que todavía vivía. La soledad a veces era casi tan dura como el trabajo de años pasados. Sumándosele la maldita enfermedad que nunca pidió a nadie, pero que lo acompañaba a donde fuera, era su sombra. El muchacho caía en depresiones, no tan profundas como las del viejo, pero existían. A veces tardaba en poder ver la señal de algún mañana mejor. Pero palabras ayudan. El viejo y el muchacho hablaban poco. Y, sin embargo, eran muy parecidos. Ambos eran profundos, casi tanto como sus propias depresiones. Pocas palabras y miradas bastaban para llenar al menos un poco al muchacho y arrancarle una sonrisa al viejo. Ambos, a su manera, eran sabios. Pero, más que sabios, eran algo más que eso. No eran los mismos, ni el viejo ni el muchacho. Era el viejo su amigo.
No pasó mucho tiempo. Al muchacho le dieron ganas enormes de abrazar al viejo. Recordaba tanto tiempo pasado. El viejo se sentaba en su habitación largas horas a pensar. Era domingo. El muchacho se le acercó al viejo lentamente, con timidez. Le dijo:
- ¡Papá, te amo tanto!
Y saltó a los brazos del viejo.