Era sábado. Se levantó bastante temprano ese día. Cuando estuvo listo, fue a la habitación de su padre. Lo saludó sin ninguna novedad, al tiempo que se despedía y partía adonde su psicólogo.
Con el consejero habló él largo rato. Por horas, estuvieron conversando sobre él mismo. Sus novedades, sus problemas, sus dudas, sus pros y sus contras. Ninguno de los dos se cansaba. Su consejero era alguien de fiar, su confidente. A quien contarle los problemas sin temor y que, sin dificultad, lo ayudaría de forma que no perdiera. Sin embargo, tuvo que dejarlo a él también. Se encaminó adonde su amigo.
En el camino, recordó al superhéroe. Aquel tipo de fuerza sobrehumana que lo salvaba de caerse al abismo. Un superhéroe que, además tenía lado humano: podía sentir, le podía doler, podía amar. Era aquel el superhéroe de su infancia lejana. Héroe que no olvidaba, y sabía que todavía estaba vigilando
Cuando llegó adonde su amigo, comenzaron a hablar de todo un poco. De lo que ocurrió aquella semana, o de alguna otra cosa sin importancia. Reían, algunas veces soltaban carcajadas que no podían contener. Aún así, era sólo a su amigo a quien le podía contar cosas que ni a su propio confidente podía revelar. Cosas de hombres, no. Eran más bien, cosas de amigos. Sin embargo, no dejaban las risas ni los juegos. Pero de alguna forma se le pasó la mañana y tuvo que volver donde su padre. Le estrechó la mano y sentó a su lado a abrazarlo por largo rato.
Lo curioso de aquella mañana, sin embargo, fue que el muchacho no abandonó la habitación de su padre, sino que anduvo toda la mañana en aquellas cuatro paredes, con ellos tres, sólo con él. |