Juan quiso morir. Miró el sol fijamente, como retándolo, obligándolo a fijar la luz en sus ojos, a cegarlo con su luzatardecer. Juan quiso morir, dejar de sentir, dejar de ver. Dejar de oír su respiración y el latido de su corazón. De oler el perfume de una mujer, de las flores, y de los inciensos. Dejar de saborear la dulce oscuridad de su boca. Deseó morir, porque ¿qué es morir sino de dejar de sentir?
Apagó la luz deseando salir de su cuerpo y perderse en la oscuridad. Traspasando las fronteras de su piel. Ser mas allá de la piel, despojarse de toda materia. Morir cegado, convertido en UNO con la tiniebla. Dejar de ser UNO. NO ser.
Pero Juan no podía dejar de sentir. Vivía en la oscuridad respirando los aromas que entraban por la ventana de su cuarto, provenientes quién sabe de qué luminoso lugar. Juan temía perder su olfato, el único sentimiento que lo hacía suspirar y temer a la nada en que se había refugiado.
-Huele los jazmines, el azahar y las naranjas, huele la nafta de las calles, el humo de los autos, un libro viejo, todo huele. ¿Hueles? Duele... ¡DUELE!
Una mujer que pasaba por la vereda escuchó el grito desgarrador de Juan, que moría de dolor en la soledad de su casa. La joven sobresaltada, miró a su alrededor, buscando a alguien que haya escuchado lo mismo que ella, inclinó su cabeza sobre las rejas de la casa, apoyando apenas la sien en uno de los helados hierros. Entonces creyó escuchar el murmullo de una persona, la voz de un hombre discutiendo con alguien. Helena se conformó, le pareció adecuado dejar de curiosear antes que algún vecino la viera en tal situación, y siguió su camino, pensando en su casquivanidad.
Juan llevado por un lejano perfume, olvidó por un momento sus tribulaciones, se levantó de la cama en la que estaba sentado y caminó apresurado hasta la ventana chocándose con mil trastos en el camino. Al llegar apoyó la frente en la persiana. Respiró profundamente, y suspiró. Luego abrió los ojos, quedó deslumbrado por los rayos blancos que se filtraban a través de la persiana que lo protegía hace tiempo del mundo.
No pudo contener el llanto, al pensar que había dejado pasar a la portadora de tan claro perfume. Hubiera querido mirarla a los ojos, y decirle, - hueles a flores o a maderas orientales, hueles a mujer... – Pero yacía en el suelo llorando tomándose la cabeza con las manos como si un gran dolor punzante le atravesara el cráneo. Sólo era nostalgia, o desesperación por no poder retener aquella fragancia en su memoria. La tristeza lo agotó, y quedó dormido sobre la alfombra. Al despertar, la habitación estaba totalmente oscura, entonces entre sueños se arrastró hasta la cama, con los ojos abiertos cuanto podía, y así estuvo boca arriba, hasta que los primeros rayos de su enemigo el sol comenzaron a asomar por la santa persiana. Miró el reloj despertador, que con sus números rojos le daba los buenos días. Miró la hora tantas veces como pestañeó. Los autos comenzaron su barullo habitual, los niños jugaban en las calles, entonces envuelto en una frazada fue nuevamente hasta la ventana, y allí permaneció, esperando sentir nuevamente el perfume de aquella muchacha, imaginando el color de su piel, el color de sus ojos, y de su cabello, la profundidad de sus cejas. Su nombre era el de la mujer más bella.
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