Desaparecer.
Desapareceré.
Me hundiré en aquella renegrida esquina de la habitación, arrumado en aquel viejo sillón adorado que el abuelo, casi loco, me regaló una mañana.
Hurgaré mi propia imagen calladamente; la intuiré en silencio, en las nieblas oscuras y pesadas de este ángulo estrecho.
Me diluiré.
Me disiparé.
Observaré con ojos despiertos esa frágil luz del ocaso, los últimos rayos del sol desfalleciente: fríos, turbios, aburridos, lentos...
Sin pensar en absoluto.
Cerrados los ojos.
Nada.
Me dejaré atrapar y envolver por las pálidas manos de la bella Selena.
Me sumiré en la soledad de esta habitación vacía, fría y oscura.
Sin lugar donde escabullirse, ni donde esconderse.
La pálida y pacífica luz entrará desde oriente y se proyectará sobre el piso: diagonal, impoluta flotante, estirada enormemente, alargada al máximo, como masa de pan blanco aun cruda.
Me levantaré, sin violencia, e iré hacia la ventana a corromper la figura del piso; cortaré en ella la nueva silueta deforme, estirada también a su máximo, como masa de pan sucia, turbia, negra.
Inventaré un poco de vacío en ese todo impoluto y blanco del piso.
Avistaré una ciudad desolada, llena de luces muertas, de muertos habitantes; de pabellones y panteones familiares.
Ciudad demarcada y circunscrita en el universo del reloj.
Sabré, entonces, que sólo para pocos ha sido previsto tal espectáculo:
La absurda comedia:
La necrópolis.
Este submundo donde, como dijo Hesse, seres extraños representan obras extrañas.
Sabré, también, que todo es inútil; que todo lo que se esté construyendo habrá de caerse tan pronto se halla terminado, como si en ello hubiera alguna ponderación divina.
Me sostendré del marco de esta abominable pintura y observaré, quieto y calmo, cómo el summus corruptus de esta vacuidad asciende y se diluye en los cielos...
Seguiré, aquí, de pie, mirándote, intentando entender tu inmovilidad, tu mudez, tu devota sumisión.
Sabré, así, que aun no encuentras la manera de cambiar esta conversación; este dialogo abstruso y molesto que nos converge en un caudal imposible, en un abismo plagado de silencios y palabras irreproducibles; en este turbio concurso de signos no transcritos e indescifrables.
Seré lo frágil.
Seré el producto de toda la violencia consumida a diario y descargada sobre la poca solidez de este cuerpo, de este poco ser...
Seré el cristal delicado...
La lira muda...
Un corto pedazo de ilusión...
Lima, febrero de 1996.
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