Decía Woody Allen que el sexo es sucio únicamente si se practica bien. Lamentablemente, por más gracia que el chiste nos pueda hacer, nuestra sociedad, ese ente malvado que a veces utiliza el pseudónimo de sistema y que nos oprime cuando vamos a las manis, no comparte ni mucho menos semejante afirmación. La homofobia está mucho más extendida que el racismo, por poner un ejemplo, y el rechazo y la intolerancia que sufren es mucho más visceral. Ocultar la propia identidad sexual acaba siendo la triste solución para evitar conflictos laborales, familiares, etc Para bien o para mal, la identidad sexual es mucho más fácil de ocultar que el acento o el color de piel. Es fácil ocultar algo que nadie quiere ver.
No hay que dejarse engañar por la aparente liberación sexual que nos venden los medios de comunicación. Abrir la mente a las distintas opciones sexuales viste mucho, forma parte de esa tendencia burguesa a lo políticamente correcto. Por lo general no deja de ser una pose. Es habitual escuchar frases como “yo tengo muchos amigos gays” o “yo les respeto siempre que a mí no me hagan nada” como un ejemplo de la pretendida tolerancia sexual, cuando para cualquier persona con dos dedos de frente es evidente que implican una absoluta falta de respeto y de tolerancia. Gran parte de los televidentes que cada noche le ríen las gracias a Boris Izaguirre saltarían como un resorte si una persona de su mismo sexo se les insinuase de la manera más inocente posible e incluso muchos acabarían dormiditos en su cama un sábado por la noche antes que tomar la última copa en un pub gay.
Hace unos pocos años hubo una campaña contra la intolerancia a distintos grupos marginales que contraponía términos vejatorios e insultantes a figuras célebres como Martin Luther King o Stephen Hawkins que representaban a cada uno de esos grupos. Oscar Wilde tenía el honor de representar a los homosexuales (curiosamente no aparecía William Shakespeare, cuyas inclinaciones sexuales han sido olvidadas para mayor gloria de las letras inglesas y del Imperio Británico). Su encarcelamiento debido tanto a conductas juzgadas de inmorales como a su incontinencia verbal y a los divertidísimos desplantes que hizo a un tribunal que no reconocía le convierten hoy en día en un mártir de la homofobia. Todo esto, por muy bien intencionada que fuera la campaña, no deja de tener su ironía, pues hoy Wilde acabaría igualmente en prisión por mucho respeto que mostrara ante el juez, quien sólo prestaría atención al documento nacional de identidad de los jóvenes que gustosa y voluntariamente compartieron su lecho.
Más allá de la concesión de ciertos derechos básicos y elementales, los homosexuales están muy lejos de lograr su aceptación social. La cosa empeora terriblemente cuando dejamos de hablar de homosexuales puros y bígamos. La bisexualidad es un pecado mortal, un vicio digno de Sodoma y Gomorra, algo que no podemos ver, a riesgo de convertirnos en estatuas de sal. El travestismo, la transexualidad o las múltiples filias sexuales se convierten en atracciones de feria o en enfermedades que rebautizamos por aquello de lo políticamente correcto. El hecho de no lapidarlos en la plaza pública no nos hace más respetuosos hacia ellos.
Tendemos a pensar que la represión sexual ha existido desde que el hombre es hombre. Sin embargo, sería más justo decir que existe desde que Dios se hizo hombre y mucho más desde que el hombre se hizo burgués. Efectivamente, la irrupción del cristianismo censuró muchas costumbres sexuales que hasta entonces no habían escandalizado a nadie, y curiosamente esto se hizo en nombre de Jesucristo, quien resucitado o no, nunca dijo esta boca es mía. La Iglesia siempre ha mostrado muchos más reparos en nombrar el nombre de Dios en vano que en poner en su boca palabras que nunca dijo.
Sin embargo, la Iglesia durante la Edad Media, pese a esa imagen de severidad pantocrática que tenemos, era mucho más comprensiva con los pecados de la carne de lo que es hoy en día. Juan Pablo II considera pecados mortales ciertas faltas a la moral que en la Edad Media se saldaban con un par de avemarías o con alguna indulgencia similar. La verdadera represión llegó con la mentalidad burguesa y es algo mucho más reciente de lo que pueda parecer.
Hemos de reconocer sin embargo la gran aportación que hizo el Cristianismo al mundo del erotismo, empezando por el más grande icono erótico de todos los tiempos, que no es otro que el del Cristo en la Cruz, un hombre con el pecho descubierto, cubierto de sudor y sangre, con un bello rostro y un taparrabos ocultando sus partes impúdicas dejando algo para el deseo. Porque la base del erotismo es lo oculto, lo prohibido, lo inalcanzable. La represión, por necesidad, tenía que hacer mucho en este sentido.
Igualmente eróticos eran los retratos de vírgenes en pleno éxtasis místico poseídas por el Espíritu Santo. Por no hablar de lo curiosa que resulta la concepción en sí: Dios padre, hijo y espíritu santo serían tres personas en una, no diré que no, pero en ese caso la sagrada concepción es un manual del incesto a tres bandas.
El mito burgués de la familia tradicional es también un gran enemigo de la libertad sexual. Zapatero a tus zapatos y cada mochuelo a su olivo. El lugar del hombre está en casa junto a su mujer, y viceversa, procrear y educar a sus hijos porque ésa es la base de la estructura social y económica. Nada de ir por ahí echando canitas al aire porque por ahí se empieza y acabamos todos sodomizándonos los unos a los otros y la especie extinguida en cuatro días.
La represión sexual ha calado hondo dentro de nosotros. En su día intentamos imponernos el sexo como medio dirigido exclusivamente a la procreación, pero como el sexo es una fuerza difícil de parar seguimos practicándolo. Eso sí, nos sentíamos culpables por ello, así que nos sacamos otra regla de la manga: el sexo por amor. Y no hablo del amor como ese sentimiento limpio que nos hace querernos los unos a los otros y que nos inspira el deseo de compartir cosas, pongamos el disfrute, sino de esa sacrosanta idea que en las telecomedias americanas han rebautizado con el nombre de “amor verdadero”, que no es otra cosa que el amor inevitablemente ha de llevarnos al matrimonio y a la construcción de una familia tradicional y del que no podemos estar completamente seguros hasta un noviazgo más o menos prolongado.
Evidentemente todas estas reglas son fruto de una doble moral y van en contra de una fuerza mayor, así que nos las pasamos por el forro, pero demuestran que sigue existiendo un sentimiento de culpabilidad en este sentido en nuestro subconsciente colectivo. Y ese sentimiento que demoniza al sexo lucha dentro de nosotros, pero como tiene todas las de perder en lo que a nosotros mismos se refiere, tenemos la poca vergüenza de establecer unos límites entre lo correcto y lo incorrecto que se ajusta casualmente a nuestras costumbres, de manera que convertimos en objeto de represión a todo aquello que no responda a nuestros parámetros.
Y es que si hay algo que nos pueda inspirar terror en el sexo es el poder que tiene sobre nosotros, sobre nuestras acciones. Cuando un niño nos pregunta sobre el sexo nos cuesta ser sinceros porque cuesta confesar en qué consiste la fuerza motora de tantas de nuestras acciones. Más aún cuando el sexo que practicamos es tan pobre, tan limpio, diría Woody Allen
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