Diminuto, el cartonero antecedía las huellas de su carro en leves pisadas bondadosas, para luego perderse tendido en los jardines expuestos de basura. Sus ojos siempre amanecían bajo esa oscura soledad, mimetizados de papeles, cartones o desperdicios. A su par, otros iguales revisaban cúmulos de sensaciones en las aceras del olvido, tenues de amor, indefensos, involuntarios. Como en una competencia de pobrezas, sus rostros reafirmaban el desamparo abriendo calles, perdidos en la negligencia de los otros, sobre las autopistas de la vida. Sólo esa realidad marcaba sus presagios, el desprecio en negativas respuestas a pedidos, marginados por sus propios descendientes, zigzagueando entre las ruedas de los autos. La noche se había adentrado en sus entrañas como un doloroso rayo de oscuras sensaciones, mientras nuestras miradas impiadosas, al pasar, rozaban el deterioro de sus pieles...
Ana Cecilia.
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