Estaba allí, como de costumbre, arrodillada frente a esa sombría lápida, siempre vestida de negro, llorando oscuras lágrimas, la mujer más bella que he conocido jamás, y con un alma tan oscura, llena de soledad y tristeza como la mía. La necesitaba, sabía que la necesitaba aunque nunca había hablado con ella, necesitaba estar a su lado, que pudiéramos compartir nuestras vidas vacías para siempre, llenándolas el uno del otro, y haciéndolas así más soportables. No aguanté más, me arrodillé junto a ella, seguía llorando, y yo me puse a hacer lo mismo; eran lágrimas de desesperación, de una oscura e insoportable tristeza que llevaba sufriendo desde hacía tiempo. Ella era mi única oportunidad de no morir interiormente, de acabar con mi sufrimiento, y cuanto más me acercaba a sus labios negros, mojados por sus lágrimas de desamparo más me daba cuenta de que por fin encontraba un alma como yo en este mísero y traicionero mundo, sola y vacía. Me aproximé a su boca hasta fundirme en un esperanzador y cálido beso que duró hasta que nuestras almas solas y desamparadas se juntaron en una sola que completaba nuestras vidas y nos permitía morir con una pequeña dosis de felizidad en nuestros corazones, que tan torturados habían sido por la soledad.
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