Que extraño el día de hoy. En la mañana al prender el radio no sonó y pensé que posiblemente no había luz. Pero aún sin despercudirme de sueño los ojos, pude ver cegado por el sol, que los números de la hora se mantenían titilando en el centro los dos puntos que lo separaban, Se daño este aparato me dije. Aún así recogí el reguero, no intente borrar del piso esa enorme mancha que quedó de la faena de anoche y salí. En el camino, hipnotizado por mis pensamientos, recorrí varias cuadras sin darme cuenta que la calle estaba entumecidamente silenciosa tal vez guardando el respeto por mis meditaciones que galopaban frenéticas. Frente a mi no se tropezó la misma anciana que caminaba apretadamente todos los días con su canasto del mercado del día, ni me alteró el aturdidor grito del vendedor de periódicos como casi todos los días.
Absorto se arremolinaba mi cerebro en torno a ella esta mañana, Lo debe estar pasando mal, me decía, Ya se debe haber enterado de mi decisión y muy seguramente no le habrá gustado. Cosa que no soporto es que me ponga en una absurda disyuntiva, siempre dejando por delante lo que le conviene. Pero esta vez, a diferencia de las otras se jodió, o mejor la jodí. Aun aturdido por mi pensamiento entro por inercia al edificio parlament donde laboro, José parece no haberme visto y yo igual no lo salude. Tomé el ascensor y oprimí espontáneamente el botón que me dirige al penthouse donde esta mi oficina. Rosita llegó con el café de la mañana pero antes de avanzar tres pasos y al levantar su mirada del borde del posillo hacia mi, dio la vuelta y se fue, no la llamé, creo que era lógica su actitud frente a los hechos. Permanecí sentado allí no sé cuento tiempo, pero fue el suficiente para regodearme de mi decisión. Creo que durante el tiempo que estuve sentado en mi escritorio esbocé una sonrisa de satisfacción eterna.
Es sólo una firma, me dijo ella, pero yo sé que si lo hubiera firmado, ella hubiera salido ganando. No, le dije y de un iracundo manotazo al escritorio recogió el documento y se fue, gritando mientras que se desvanecía su voz, Ya verás, me dijo, esto lo harás a la buenas o las malas Ernesto, ya te llamará mi abogado, fue lo último que le escuche. Por rutina me encaminé hacia los cubículos de los empleados y caminé silencioso. El silencio de nuevo, no sentía teclados pulsar, no habían voces charlando, absoluto silencio en una hora en la que todos se reunían en torno de la greca para su café matinal. Al llegar a la cafetería improvisada del piso, todos estaban allí, pero en silencio, pensativos con sus ojos en la nada y la temblorosa tasa de café pegada a los labios, todos igual sin percatarse de mi presencia, igual pensé, Es lógico frente a los hechos.
Mientras que me devolvía a mi escritorio pensaba en la tortuosa tarde de ayer, sintiendo el hervir de mi sangre en las venas, Estúpida mujer, me dije, conmigo no conseguirá nada, y diseñé varios caminos de salida para aquella molestia de la mañana de ayer. Cada uno de ellos adornado con imprecaciones dedicados exclusivamente para ella, Estúpida mujer, de nuevo pensé, No es un alivió ahora, como lo fue hace unos días, el haberme separado de ella. De nada sirvió y ella, con por obra de Maquiavelo muy acorde a ella, me había envuelto de nuevo en sus macabros deseos. Era gracioso, esa cualidad fue la que se acercó a ella, ahora ese defecto es el que me separa. Nunca pensé que lo usaría contra mi. Tal vez nunca me amó y eso ahora ya no importaba. No comí nada en todo el día, tampoco sentí hambre, no fue nadie a preguntarme y tampoco me llamó rosita por el teléfono. Nada paso, absolutamente nada. Un día consumido en la silla de mi escritorio sonriendo. Sabía decisión la que tome ayer, no había otro camino, Pobre estúpida mujer, pensé, debe estarse revolcando de la ira. Tanto pensé en eso y fue tan grato este pensamiento que mi satisfacción me empujo a dar una fuerte carcajada en silencio, lloré de la dicha.
Hoy salí temprano. Me dirijo a mi casa caminando, recogiendo mis pasos, devolviéndome. Tal como lo pensé, allí estaban todos, parados frente a la puerta de mi apartamento acompañados por la policía. Rogelio proyectaba la tristeza como un escudo a las preguntas, Carmenza, mi queridísima mucama, lloraba desconsolada sujetando el pañuelo muy cerca de su nariz, y ella, la estúpida mujer, magnetizada por mi cadáver que yacía indemne bajo la sabana blanca. Creo que era lógica su actitud frente a los hechos.
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