mi madre
Había descubierto la luna, por primera vez. En aquella esquina extraviada en el tiempo, hundida
entre corales de la infancia y sortilegios fantasmas. Pequeño, deslumbrado, y enamorado.
Regresaban de una fiesta, un casamiento de alguna prima lejana en la inmensidad de aquel verano. Su madre caminaba de prisa entre los últimos vestigios de sombras y los primeros albores de la mañana. El, casi corría a su lado, entre el perfume de azares nuevos y el suspiro de los tilos.
De pronto y sin previo aviso, su madre se paralizo, como encantada. Su mano estrujó aun mas fuerte, su manecilla tibia y transparente. El impávido y adormecido ante la belleza de su mirada, siguió el rumbo de sus ojos, _ (ojos de gata agazapada), y ante el asombro de la vida encontró de pronto aquella luna enamorada.
No era una luna cualquiera, no la de aquella esquina.. No era de nadie en toda la redondez de sus formas, en el anaranjado de sus espejos, era solo de su madre.
Sintió como propio aquel suspiro conmovedor, que dejo en el aire un a sabor a ventana. Vio dibujar su sonrisa, completa y apasionada, estirar el cuello de gacela, como queriendo alcanzar en un solo movimiento aquel resplandor inhumano.
El también descubrió sus llanos y recorrió sus valles, entre minutos sin tiempo y brisas sobrenaturales, le dibujo un gracioso par de ojos y una nariz achatada, para la boca dejo el asombro que le produjo la luna aquella mañana.
El recuerdo le causo tanta gracia, que se puso a reír como niño, ante el asombro de los demás ancianos. La vejez, no era el sitio ideal para las risas, confundidas a menudo con delirios de locos, o nostalgias de mentes abrumadas.
El lugar, tampoco era el indicado, tantos ancianos sedientos de visitas cotidianas, tanta falta de brillo en las cuencas casi apagadas.
Había permanecido en aquel hogar los últimos siete años, tiempo difuso ante el peso de la vida. Y lo peor, que aun intuía, esa espera de la muerte de cada anciano que reía.
La cena, había sido sencilla y apacible para sus ochenta y tres abriles, media taza de caldo, una galleta con queso y un racimo de uvas frescas, para una digestión aliviada.
Las enfermeras, iban y venían, acomodando a cada cual en su sitio, repartiendo abrigos y almohadas. En otros tiempos, la siete de la tarde, hubiera sido la hora apropiada para un buen vino tinto y un par de trucos aderezados.
Camino a su habitación, lenta e irregularmente las ventanas mostraban a su paso las primeras luces estelares, de estos inviernos modernos.Ya en el último rincón de aquel pasillo donde piezas y galerías se abrazaban, un brillo innato y de una intensidad sin horizontes, lo devolvió a sus recuerdos como un latigazo de vida.
Redonda, anaranjada, cubriendo todo a su alcance, paciente y enamorada. El la redescubrió instantáneamente, casi sin razonar nada. Con sus pasos de tortuga herida, llego al filo de la ventana, Cerró su mano derecha, callosa y amarillenta, y se adueño invisiblemente de otra mano inmaterializada. Estiro su cuello, de cisne vegetariano, como queriendo atravesar con su rostro aquella ventana. Sonrió en silencio. Sus últimas lágrimas brotaban. La enfermera, asustada e intrigada ante aquella conmovedora escena, se asomo a su lado, con una curiosidad desalmada. Quedo perpleja, ante aquello que sus ojos velaban.
-Esa es mi madre, (murmuró el anciano), con sus ojos de gata agazapa
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