La vio dormir como tantas veces, como cuando era niño. Aunque turbado entre la culpa y el deseo, no pudo apartar el rumbo de sus ojos, desató una vez más aquel demonio llamado prohibido.
Verla dormir siempre le producía escalofríos, un temor oculto en los confines del alma, la furia de todos los ríos.
Ella yacía de espaldas, ofreciendo toda su piel, tersa, del color del nácar. Sus cabellos, de la intensidad del cobre, reposaban orondos sobre el altar de sus hombros. Los brazos, extendidos sin límites, como las alas del cóndor en pleno vuelo, sus manos, de dedos largos y finos, apenas rasguñando la seda, como felino enternecido. Una sabana blanca cubría sus partes mas vivas, girada sobre su cintura, internándose varias veces en esos bosques tupidos. Las piernas de una superficie de arenas blancas y tibias, como regalo del cielo, desnudas, en armonía., donde terminaba el dibujo de su amada Maria, la picardía de un pie descalzo, jugando con otro a las escondidas.
Sintió su respiración, como un concierto de suspiros, con la intensidad del mar cuando rompe en la playa. Colmaba el aire un aroma sofocante de tempestades marinas, y el sabor de la sal comenzaba a robarle el de su saliva.
Imagino sus ojos dormidos, dejando el azul del cielo en penumbras furtivas, con sus pestañas ansiosas de arquearse como las espigas. Percibió su boca en el mínimo espacio entre la almohada y el aliento, con sus labios de la fascinación de la sangre, con vida propia en cada respiro. Reconoció sus pechos, aprisionados, con la devoción de aquel néctar sagrado que ahora le era negado.
Conspiró contra su arrebato, y se dejo llevar por el placer del tacto. Imaginariamente la estaba rozando, imaginariamente se estaba tocando.
Edipo supo de pronto cual era el fruto prohibido, Maria, su madre, la que le dio la vida, solía arrojarlo en avernos de secretas fantasías.

Edipo la amaba tanto, que murió de arrepentido.