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Inicio / Cuenteros Locales / eduardojavier / Drazaen, soñador de inviernos

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El ámbito de aquel templo asemejaba a entrar dentro de una heladera vacía, donde un silencio glacial se te incrustaba en los huesos y la gravedad de la penumbra te dejaba sin aliento. El desfasaje entre el atrio y el interior comunicaban a dos mundos paralelamente irreconocibles..Afuera el candor del mediodía convertía en brasas flotantes cualquier partícula esparcida, mientras que el color de la hierba fresca proveniente de la plaza, enceguecía hasta los marcos de las lentes que huían despavoridos de los rostros sin respuestas.
Era tanto el estupor del bochorno que los parroquianos acudían a misa con sus ropas convertidas en sopas caldeantes y con un paquete con una nueva muda para cambiarse la vergüenza bajo el frescor de las primeras columnas de la iglesia.
Drazaen sintió como sus ropas se pegaban a su piel de camello sediento, baldeadas de sudores, recibían mustias el consuelo del invierno.
Los mediodías de enero se volvían insoportables para aquel yugoslavo errante en aquellos parajes indómitos donde su corazón de ilusiones furtivas había llevado en aspavientos. Hacia dos años que había reparado en aquella colonia de agricultores prohibidos y soñadores desangelados. El Dorado. Un mísero pueblo de unas tres mil almas perdido en la selva amazónica.
La esperanza de los vastos ríos de oro se había ido esfumando como el marfil de los elefantes, apenas quedaban resquejos de algún iluso buscador de oro, mientras que la mayoría se dedicaba al cultivo de las amapolas, pues pagaban mucho mas que cultivando patatas.
Drazaen había llegado a América hacia unos quince años, curtido de guerras sin enemigos, huérfano de patria, y con la única posesión de saber a la perfección el arte de la mecánica. Primo como tercer mecánico de a bordo en el Acorazado Petrovich de la Marina Croata, después, a causa de dos rebeliones consecutivas encabezadas por marinos servios y yugoslavos fue abandonado a la buena de dios en las costas de Marruecos. Con la suerte de su lado, embarcase en el Trasatlántico Marsella de la Marina Mercante Francesa, con el puesto de mecánico general de calderas. Con esta ballena de amianto, el diecisiete de noviembre de mil novecientos cuarenta y seis, ancló en el puerto de Buenos Aires.
Luego de seis años de rutinaria labor en la Ford Argentina y un matrimonio incierto y vacilante, su espíritu aventurero lo llevó a probar suerte a la gloria del azúcar. Tres años más le bastaron para saber que la caña y el machete no son más milagrosos que sus llaves de media pulgada, y dejando Tucumán y una fila extensa de voraces tucumanas se internó en la selva chaqueña en busca de descubrir los demonios de la mandrágora.
Aquellos años de aprendiz de boticario en la remota aldea de Ará Guarí en el corazón del chaco paraguayo, le sirvieron para mudar su piel de un blanco deshabitado a un cobrizo amalgamado, para entender el vocablo de las señas y hacer el amor con lamentos en guaraní, quejidos en yugoslavo y obscenidades en castellano.
Ya con su fama a cuestas de boticario capaz de arreglar desde un Beldford hasta una fiambrera, siguió escalando hacia el norte sin rumbo ni pretensiones.
Fue al amparo de las sambas de aquel carnaval del cincuenta y nueve cuándo descubrió asoleado y con el corazón en danza el fulgor de aquellas calles, mezcla de portugueses, negros y eslavos. Los sabores de la feijoada, el olor de la cachaca derramada, naranjos, amapolas, cáñamos varios, rumores de arroyos cristalinos y el constante tintineo del triángulo y las panderetas, fueron el cebo perfecto para instalar una botica, un pequeño tallercito con fosa, y coronar la compañía de la luna con una brasilera exuberante, con la piel del tono del chocolate y los ojos de un cielo sin nubes.
Lo único que Drazaen no soportaba en aquel tórrido y desamparado sambodromo del diablo eran los mediodias, especialmente en enero.
Drazaen desplegó de prisa su alforja de mimbre que envolvía una camisa blanca y unos pantalones de algodón color caqui, detrás del primer biombo libre que encontró al ingresar a la iglesia. Sintió el placer de pisar el hielo al quitarse por unos minutos los zapatos de cuero marrón, y apoyar sus pies desnudos en aquel suelo sagrado. Guardó su camisa celeste empapada de soles y su pantalón de lino gris con los primeros vahos de su intimidad asfixiada en la misma alforja de mimbre, que tras enrollar la acunó bajo su brazo.
Era tanto el calor afuera, que había desvergonzados que entraban únicamente a mojar sus rostros y beber el agua de deshielo de las pilas bautismales.
Drazaen, luego de acomodar sus cabellos rociándolos con gotas gruesas de las mismas pilas y entreverando sus manos a modo de peine, buscó con su vista de lince el banco más solitario y alejado del escenario del altar. Hacia allá se encaminó, con sus pasos sórdidos y firmes, que evidenciaban un pequeño sismo con cada pasa que daba, haciendo crujir inexorablemente las maderas cepilladas de los bancos desolados.
Era imposible pasar desapercibido al caminar en aquel templo de la acústica. No solo el crujir de los bancos, sino hasta el eco de los pasos parecía indicarle a cada asistente la identidad del que caminaba. Se sentó en la punta izquierda del anteúltimo banco del ala derecha del templo, casi sobre el camino central, alfombrado de un rojo sin furia., pero con la astucia de ser el único sitio donde los ojos el párroco no llegaban., ya que se interponían los altivos y antiguos confesionarios.
Se puso de pie una sola vez, y fue en la entrada teatral y exagerada del Padre Toribio, sus dos diáconos y los tres monaguillos., al compás de los ¡Santo es el Señor! y con el pegajoso olor a incienso y cera derramada. Ni bien cruzo hacia el altar el último y orgulloso moreno con su capa de blancas bendiciones, volvió a sentarse inmediatamente para permanecer inmóvil y estirado durante toda la ceremonia.
Caminar bajo el sol de las doce era como acostarse sobre una parrilla a las brasas y entre las variedades de escape estaban la iglesia, los sótanos de algunas pocas residencias o el torrente del río para refrescarse hasta la conciencia.
Ximena, su fulgurante esposa en aquella efímera aventura amazónica prefería el tumulto del río para exponer su desnudez de sirena de los trópicos, sin embargo Drazaen buscaba el remanso del templo, le bastaba con tener el relámpago de aquel cuerpo en noches con ojos de estrellas y aliento a sabia caliente
Ya se le había hecho un hábito en los mediodias de aquel infierno ir a dormir a la iglesia, sobre todo por el aprecio que le había tomado a aquel recinto que parecía más escandinavo que carioca. Ni siquiera llegaba hasta la homilía del Padre Toribio cuando ya estaba profundamente dormido y con el ¡Brigado a Dios!, se despertaba con la dicha de sentir el mismo frío y la misma pausa de su querida Yugoslavia.
Esa mañana el agobio y el cansancio eran mutuos y exasperantes y no pasó del Evangelio según San Lucas cuando se durmió completamente.
Allí estaba Dejan, su padre, con su barba de sabidurías póstumas y su mirada de pastor de los cáucasos. Dejan lo recibía en un solo abrazo que abarcaba todos los abrazos de todos los tiempos, besaba sus mejillas todavía blancas de infancia dos veces por cada lado y culminaba en la frente con beso desde el alma. Corrían por las estepas nevadas, confundiéndose entre el cielo y el horizonte, jugaban a ser cabras, halcones y tarde azulada. Dejan le contaba las historias de los pueblos pastores, de los gitanos mercaderes y los ucranianos que cultivaban hasta debajo de la cama. Le enseñaba a dar la espalda a los vientos del norte y a refugiarse de la nieve en las cavernas de los antiguos ermitaños. Todos los eneros lo esperaba, en sus vacaciones, cuando cambiaba el sombrero de colegial por el gorro de lana que su padre le regalaba. Eran inviernos intensos, con sabor a leche de cabra y nuez moscada, con olor a leños ardiendo y la sensación de aprender a vivir con el corazón contento.
Fueron acaso sus últimos inviernos. Después a un señor de unos bigotes tragicómicos se le dio por jugar a que el mundo era un rompecabezas imperfecto, y comenzó a ordenar cada pieza con la excusa del ser perfecto..
Ya no hubo eneros, ni cabras, ni pastores. Dejan cambió su barba de sabio por otra de bárbaro desalmado. Mihaila, su madre, fue una de las primeras victimas de incesantes atentados, y entre bombas y escuelas destruidas, entre pueblos extinguidos y hospitales derrumbados, entre sabor a pan rancio y gusto a tierra metalizada, los recuerdos se fueron esfumando, hasta quedar transparentes en la niebla de la nostalgia, como un tiempo y un espacio por arte de magia salteados.
Solo quedaron inviernos y canciones eslavas, solo recuerdos de cabras y nieves eternizadas.
Drazaen despertó de golpe, con la pesadez de todos sus años, sintió como un presentimiento divino que la misa hacia rato que había terminado.. Frente a el y con cara de pocos amigos, el Padre Toribio le reclamaba
_¡Moito bonito!, ¡Moito bonito!
Le argumentó que la casa del Señor no era un sitio para venir a dormir la siesta, sino al contrario, para despertar de las tinieblas y escuchar la palabra de Dios. Que solo en la Iglesia encontraría la paz necesaria y en la fe en Cristo el paraíso soñado.
Drazaen tenía los ojos húmedos, como casi siempre cuando despertaba, luego de apartar la telaraña de la modorra, se excusó ante el sacerdote, pero sin emitir palabras, con una sola mirada.
Tenía en los ojos la tristeza del invierno, y en su rumbo de desdichas eternas la profundidad de una tierra sin Dios.
El Padre Toribio, conmovido por el espanto de aquella terrible mirada, lo ayudo a incorporarse, perdonándole incluso hasta la limosna atrasada.. Lo acompañó hasta el portón del arco de la entrada, mientras retumbaban sus pasos y callaban las campanas.. Drazaen le habló de la paz que aquel lugar suscitaba, de la devoción por sus misas de mediodias, de un Dios sudamericano, pariente de un europeo olvidado, del porque sus ojos grises eran azules intensos cuando soñaba, y porque el frío de aquel recinto abrigaba su corazón de primaveras frustradas.
Toribio quedó perplejo. El, sumo representante del amo y señor del universo, nunca pudo sentir de igual modo el amor por su Galicia, ni por sus mares, ni sus inviernos.
Quedó repasando en silencio la silueta de aquella estampa de labriego del cáucaso y mientras palmaba su espalda y le abría las puertas, lo bendijo en portugués con un suspiro entrecortado.
_E nome no pater, e filio, e santi do espiriti, amen.
Después, mientras aquel hombre cruzaba las puertas de un roble reluciente, pensó en su propia siesta sagrada, y con toda devoción, lo apartó de su corazón,
Ni bien los goznes del portón de roble chillaron detrás de el, Drazaen sintió como el aire se encendía como fuego y la respiración mansa se volvía frenética y agotadora, y el griterío de cotorras y guacamayos, verdes, rojos y anaranjados, llenaba todos los silencios, y el sol volvia a ser sol, y sus sueños, solo sueños…



Texto agregado el 22-07-2005, y leído por 124 visitantes. (1 voto)


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