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Había trabajado duro todo el día, paradójicamente (aunque el sol ese día no había asomado) de sol a sol. La rutina diaria en el aserradero no era para cualquiera, menos en invierno, donde hasta los guantes se cortaban con la escarcha. Talar, serruchar, acomodar y cargar, todo junto y en caminatas eternas por montes prefabricados, con la neblina espesa o el reflejo del sol. A la una de la tarde, cuando el concierto de las tripas comenzaba a molestar, dos sándwiches de mortadela y un vino tinto para adobar. La paga, veinte pesos el día. “Los troncos son de ellos, las penas de los demás”.
Alejandro era uno mas entre el monte, pasaba inadvertido entre obrero y quebrachal. Sumiso, silencioso y consecuente, una joyita para la patronal. Si hasta cuentan que en las noches de verano, lo llevan a cortar el pasto a la quinta de los Ochoa Gaitán.
Alejandro era un ser siempre dispuesto a darle una mano a un compañero cansado, de una voluntad enorme y una fuerza descomunal, no había quebracho que se le aguante, y serruchando solo una moto sierra se le podía comparar.
Para las siete, esa tarde estaba todo listo, dos acoplados cargados, los serruchos engrasados y las cuerdas en su lugar. Después de lavarse las manos en la bomba destartalada, peinó su melena de crines oxidadas, sacudió a manotazos y saltos el aserrín pegado, y con la campera al hombro se echo al andar.
Del monte a su casa tenia que recorrer unos diez kilómetros, cuatro de tierra con solo postales de bosques en ruinas y casillas desvencijadas, de música fuerte y llantos silenciosos, de zanjones profundos y chicos descalzos jugando a jugar. Una vez recorrido lo infame de la miseria, de pronto y como sacado de otro cuadro, e internaba en calles angostas y veredas relucientes, con acacias frondosas y perfume a limón, casas espléndidas de techo a dos aguas, donde se siente un sabor de chocolate caliente y ron del mejor.
Alejandro apuraba el paso al cruzar “Las acacias”, barrio de gente bien, merecedora de tanta comodidad. Se sentía sentenciado desde las ventanas, donde herméticas e inaccesibles su hedor a vinacho no podía alcanzar. Cruzando “Las acacias” y el puente del río, que en esos agostos congelaba la imagen de solo mirar, llegaba la Escuela, el Correo y la Municipalidad.. Después cruzaba la plaza Cervantes, repleta de gente de misa de siete, envuelta en colonias de tiempos de antaño y olor a tabaco de habanos y pipas. Alejandro gustaba de aquella muchedumbre, donde hasta en sus zapatos se podía peinar, además por el tiempo que cruzaba la plaza, (que Dios lo bendiga) se sentía aceptado, un hermano mas.
Después del gentío, tomaba por Pringles, bajaba la vista, caminaba en susurros, “respeto y silencio ante la autoridad”, una vez cruzada la vereda de la Comisaría, apuraba la marcha en la recta final. Derecho hasta el bajo, pasaba el Convento, el Cine Victoria y al llegar al monolito del Cristo Obrero, su barrio “La Taba”, la calma total.
Su corazón volvía a estar en su quicio, y sus pasos calcados igual a cualquiera de aquel sencillo lugar. “La Taba”, barrio de gente honesta, trabajo y solidaridad. La gloria del tinto en los bares amigos, potreros de ensueño donde nacen los craks, la vieja Guiraldez y su despensa de fiados, su casa y su hijo, apenas la paz.
Su casa era humilde pero muy acogedora, sobre todo en invierno, con una gran salamandra que atizaba el lugar, dos piezas pequeñas de machimbre lustrado, una cocina grande donde nunca una olla dejaba de humear, y un baño que ese año de sobrarle unos pesos terminaría de revocar.
Le intrigó que su ventana se hallara en penumbras, y al abrir la puerta que un frío intenso lo desangeló. La estufa sin leños, cosa incrédula para su mujer tan obstinada. Un silencio de misa invadía las piezas y el olor de la leche volcada llenaba la amplitud de la cocina. Alejandro sintió un malestar intenso, un escalofrío lo recorrió de los pelos hasta la punta de los pies. No quiso observar lo que realmente veía, la televisión faltaba, y había ropas y objetos desparramados a lo largo de su habitación. Su primer presentimiento fue bochornoso y perverso, la cajita con la plata, fue lo primero que fue a buscar. Ciento cincuenta pesos, se los habían llevado, eso era un robo, era la cruda realidad. ¿Pero, su mujer?. ¿Y su hijo?
Inmóvil y disgustado no tuvo tiempo de reaccionar, un nuevo escalofrío recorrió la integridad de su espalda y mordiendo la nada sus piernas comenzaron a temblar.
La puerta del baño estaba cerrada, en la distancia que lo separaba de ella, apenas un metro, sintió caerle encima todo el peso del terror
Tomó el picaporte con fuerza, clamándole al cielo en ese gesto una bendición, abrió de golpe y sin pausas con los ojos cerrados ante el incierto dolor. Los abrió de repente, rezando sin rezos y vio sin reparos lo que jamás quiso ver.
Rocío, su amada, la mujer de su vida, yacía de espaldas tirada en la bañadera, de su pecho brotaba, como roja cascada, la sangre que se mezclaba con el agua y el jabón.
Sus ojos vidriosos de un celeste petrificado, presos del pánico, como pidiendo a la vida un socorro que nadie escuchó. Alejandro se abalanzó hacia ella, de un solo envión la tomo entre sus brazos. La besaba de prisa, la llamó por su nombre, rompió en un solo grito llamando un doctor.
Desesperado y ante el eco de sus propios gritos, con su mujer en los brazos corrió hacia la calle. Entre lágrimas torrenciales e implorando que no lo deje, sintió todo el peso de una vida sin Dios.
Vecinos, testigos de la tragedia contaron mas tarde la escena. No pudo haber un final peor.
Alejandro, corría con su mujer en los brazos, llorando a gritos, clamando un doctor. De pronto, detuvo de golpe su marcha enloquecida, soltando el cadáver de su esposa, que retumbó como un mueble al caer contra el asfalto. Volvió sobre sus pasos en una carrera sin precedentes, pateo la puerta que salio despedida, y ya en el interior de su casa, hubo un silencio sin tiempos, la calma que antecede al huracán.
La policía y la muchedumbre que para entonces ya se agolpaban en la vereda, solo atinaron a esperar. De pronto, un grito inhumano, como desgarro de otra vida, un llanto sin pausas, un aullido infernal.
Los primeros que entraron lo vieron tendido, como un felino herido, abrazando hasta con el alma un cuerpo pequeño y todavía tibio, con los mismos ojos celestes de su madre, pero sin pánico, envueltos en una sonrisa circunstancial.
_¡¡El jugaba en el patio, lo mataron de pura maldad!!. (Dicen que Alejandro alcanzó a murmurar)
Después un infarto lo puso en suspenso, seis horas mas tarde, su corazón de quebracho, termino de partirse, para situarlo aliviado en la eternidad.
Cargó tantos troncos, sufrió desde chico, pero no pudo aguantar esa carga final. El cuidó tanto de su mujer y su hijo, que a lo mejor haga falta, también en el más allá.

En la plaza Cervantes, después de misa de siete, una muchedumbre persigue un cortejo fúnebre. Dos cajones siniestros, de rústica madrea y un cofre pequeño de un blanco glacial. Compañeros, amigos, los dueños del aserradero, la vieja Guiraldez, los Ochoa Gaitán.
Quedó flotando en el aire un olor a leñero, y en “Las acacias” su nombre, como noticia se instala, y de todas las ventanas lo saludan al pasar.
También en todos los diarios ocupó las primeras planas;

“Madre e hijo asesinados a sangre fría en un robo a una humilde vivienda, Alejandro Seco falleció mas tarde, victima de un paro cardíaco”

Al menos eso decía la autopsia, aunque nunca revelan las autopsias del alma.

Texto agregado el 22-07-2005, y leído por 150 visitantes. (1 voto)


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