Era una noche más de rutina en la vida de Pastor Menta. Como en todas sus horas de insomnio, bebía en el silencio el vino del hastío. La cantina de Rocco era el sitio preferido para sonámbulos y solitarios. Espaciosa y rustica, de ladrillos crudos y pisos de tierra apisonada. En el centro una gran salamandra del color de la noche, donde parroquianos ajenos de estíos, cancelan sus deudas con inviernos desposeídos.
La cantina, alejada de todo cuanto se llame civilización, ni si quiera tenia luz eléctrica, apenas un sol de noche y el resplandor de los leños que a puertas abiertas, chisporroteaban en aquel volcán del averno. Sobre una pared verde musgo y descascarada, dos tablones que en tiempos de gloria sirvieron para reforzar la puerta de embestidas de malones imaginarios, realzaban las formas de ginebras, cañas y botellones de inscripciones borradas. Bajo la sombra de los estantes, en una especie de barra alargada, mezcla de barriles de aceite vacíos y lonas curtidas de intemperie, Don Rocco, reinaba.
“Rocco y su reino, esas huestes perdidas”
Rocco era ancho y macizo, con un vientre que se extendía mas allá de su sombra, sus piernas, dos columnas indestructibles, que cometían la hazaña de sostener vertical durante ocho horas consecutivas aquel imponente mamífero. Su rostro de una dureza de piedra, con pómulos firmes y sobresalidos, que acompañaban la prolongación efímera de su nariz de boxeador cubano. Su boca, de labios finos y blancos, era una mueca sin gestos, que sin un cigarro no tenía vida.
Rocco era un hombre ambiguo, de un comportamiento díscolo y sorpresivo, semejaba la ferocidad de un lobo y actuaba como un cordero herido. Supo ganarse la fama de buscarroñas y pendenciero, allá por sus años mozos., con anécdotas engrandecidas de bataholas que nunca tuvo. Que le partió una pierna en dos al Chinche Errante, que le dejo un ojo en compota al Indio Valvidari, aunque a ciencia cierta, su único encuentro veraz, tuvo lugar en su cuarto, cuando al regresar de madrugada, encontró a su mujer en los brazos de Javier Cerrada.
Pastor Menta, era un hombre opaco y taciturno, dueño egocéntrico de sus pensamientos y ensimismado en un solo objetivo. Matar al asesino de su padre.
Su recuerdo estaba intacto, imborrable, a pesar de los veinte años de aquella mañana sin antes. Distinguiría de todos los rostros, aquel rostro de asesino. Con su cabeza en forma de pera, la cara en triangulo, filosa y aguda, y esos ojos del color de la orina, que daban nauseas y despedían fuego.
Pastor no podía con su pasado. Todo había sucedido fugazmente aquella mañana de abril de mil novecientos treinta y dos, su madre en la cama, llorando desesperada, abrazando con toda su alma su cuerpecillo de lagarto asustado. Su padre en calzoncillos y el torso como vino al mundo. Gritos, insultos, el hombre de amarillenta mirada. Dos disparos, certeros, absolutos, que retumbaron en sus oídos de susurros como el trueno en la calma, y que retumbarían durante siglos, hasta que diera cuenta de aquella inmunda y asquerosa rata.
La noche en la cantina era mansa y sin prisa, con olor a corchos muertos. Para la medianoche solo quedaban tres borrachos perdidos, y allá en el fondo, casi tumbado sobre un barril, Pastor Menta, con sus ojos de un gris indefinido, extraviado y vagando por territorios lejanos, daba cuenta de a diminutos sorbos de su tercer y espirituoso tinto.
De pronto y como si una ventisca de muerte se filtrara por las hendiduras, Pastor, conmovido en todos sus huesos, tomo posesión de su cuerpo, en un movimiento lleno de derroches de valentía. Se incorporo de un brinco y desparramando el alcohol amigo, enfilo hacia la barra como si hubiera divisado a su detestable enemigo.
Rocco que lo observaba sumiso, dentro de su cuerpo de elefante dormido, no se había percatado de la situación, hasta que al girar sus ojos hacia la puerta, quedo atónito y deslumbrado.
El mismísimo Javier Cerrada, fino, escuálido y altivo. Con su sonrisa burlona de dientes de oro y su cabello mas largo que la extensión de sus brazos, resplandeciendo como las espigas. El mismo que traiciono sus afectos y turbó la paz interior de su esposa. El que escapó a duras cuestas de aquellas manazas de oso, y de todas las rabias y todas las furias de todos los días.
Desde otra perspectiva, Pastor Menta que ya venia en carrera desaforada, veía con todo el espectro que alcanzaba su vista, la terrible e ingrata imagen de su maldito asesino. Con los mismos ojos del color de la orina, la respiración apresurada y el mismo vaho nauseabundo que llenaba sus entrañas de porquerías. Con el mismo fuego atizado de su mirada de serpiente venenosa
Al llegar al sujeto, ambos, Pastor y Rocco, chocaron entre si y contra este, dando tumbos por el piso, levantando tierra, zapatos y sangre. Rocco, ya había hundido seis veces su cuchillo de cocinero, oxidado, aun removía las tripas de aquel ya inerte y tumbado cadáver. Se sentía un lobo, hambriento, asesino.
Pastor seguía dándole puñetazos, patadas y escupitajos, desquiciado, endemoniado, poseído. Cuando por fin después de minutos insondables, freno su venganza contenida, la cara de su enemigo había perdido todo rastro de humano, desdibujándose entre colores rojos y púrpuras. Su cuerpo, ya sin el halo de la vida, acurrucado, victima aun posmorten de un miedo atroz y sin respuestas, ya no era ni largo, ni ancho, ni si quiera era un suspiro de otra vida.
.Cuando el Comisario Pipolo les tomo declaración, los dos coincidieron en sus destinos. Ambos juraron ver a su más detestable enemigo. La causa que se abrió en la pequeña comisaría de Suipacha, fue caratulada como Homicidio simple y con alevosía.
El fallecido, Martín Cisneros, apenas un tambero mas de las cercanías de Chivilcoy, que en su mala hora decidió tomar una grapa, de paso en aquella fonda.
En la prisión de Mercedes, donde juntos cumplen la condena de diez años a la sombra, ambos reiteran la misma historia. Rocco insiste que el vio nítidamente a Javier Cerrada, mientras que Pastor asegura con toda certeza haber visto al fantasma del asesino de su padre.
Sin embargo, testigos ocasionales, juran haber visto a la misma hora y en aquella puerta, al mismísimo diablo asomarse a la vida.
|