La niña se encontraba caminando por uno de los senderos, esos que dibujan cicatrices en la Selva cetrina, una bolsa de lona colgaba de su brazo derecho, algunas ropas por lavar dentro, y en la mente un solo deseo: llegar al río.
A su paso corría el aire fresco de Agosto y con él, los aromas de las flores y de la tierra se disipaban rápidamente. La nada había llegado. Su afán, el de la obediencia a su madre no le permitía distraerse a los encantos de la floresta, seguía las huellas que había recorrido antes, una y otra vez, desde que empezó a caminar algunos años atrás.
Cuanto más se acercaba y cual bramido, el río parecía venir hacia ella, hacia su encuentro. El encuentro del barco de la vida con el mar, madre de todas las cosas. El río pasaba y bramaba, pero no solo bramaba, en su recorrido de somnolencia se escuchaba el llanto y la risa sempiternos de su caminar sereno y seguro. Cuando despertaba el río: el día se hacía mustio.
Una vez más la niña en la orilla del río, en la orilla de la vida, mirando el paso de las aguas. Nuevas emociones, nuevas alegrías, nuevas tareas que cumplir. Sus ademanes dóciles como en un juego otra vez; brisa fuerte, encanto, aguas color chocolate. A cumplir con el encargo de lavar lo que contenía su carga. Unos cuantos pares de medias, una falda de lino azul de su madre, y dos camisas blancas de su padre, eran la tarea de aquella semana. Sábado, y en el recodo, dársena de sus fantasías, se agazapa y empieza su faena. Un trozo de jabón y unas paletas de madera son los instrumentos y apoyo para sus manitas débiles aún. El viento seguía fuerte y hasta por momentos se escuchaba un zumbido como queriendo decir algo, sin importarle las cuitas de la naturaleza ella seguía. De pronto el silencio abrumador de la Diosa Selva, un mal paso, una torpeza de la tierra, el viento que regresó con fuerza, no se pudo sostener y cayó al cauce, a los brazos largos demiurgos del Río, convertidos en fauces, no permitiendo que se escuche ni el hálito, ni el último suspiro de la bella niña.
Primero sus piernas, luego su cuerpo aún sin mácula, siguió toda ella y por último sus cabellos azabaches se perdían en las aguas, en la oscuridad de aquel día de Agosto, mes que se repite todos los años, como se repiten los aires y el bramido del Río... ¿Nanay, Itaya, Ucayali, Marañon, Napo, Amazonas? Que importa ahora, era el Río.
En la selva las distancias se miden con el tiempo, así como cada emoción tiene su tamaño. El recorrido del río a su casa era de dos horas; si había salido como siempre en la mañana, la madre sabía que regresaba a la hora del almuerzo, plátano sancochado, un poco de fariña y algo de cecina (menú de los Sábados) esperaban su retorno, más la emoción del tamaño de la múcura donde cocinaban los alimentos.
Mediodía y la niña no regresaba. La preocupación fue en aumento y terminó en deses- peración. Los padres empezaron a caminar por el sendero arcano, buscar huellas, rastros, señas, nada. Nuevamente la nada. Al llegar al recodo donde la ropa era lavada, por fin la bolsa de lona desmirriada, más de lo mismo: no encontraron nada. Empezaron a gritar con todas su fuerzas, a los cuatro vientos, al cielo, a las marismas, al río:
- ¡Laid! ¡Laid!...¡Contesta hija!... - las voces reventaban los dominios de la Selva, respondiendo aquella solo con silencio.
Una miríada de gritos desesperados. Las mentes ofuscadas: ¿devorada por un animal salvaje? ¿raptada por los aborígenes? ¿escondida por la selva primorosa? o ¿sumida por el Río? De nuevo el silencio, cual tiempo eterno se apoderó del entorno, los árboles giraban, las nubes con sus formas de algodón, el cielo azul, el sol que se escondía en los nimbos, todo giraba alrededor de sus mentes, sus cabezas retumbaban y poco a poco el río que seguía bramando sepultaba las esperanzas de aquellos viejos que habían perdido sin querer: a su hija. La naturaleza nunca lo pensó así.
El soponcio le llegó a la madre, más por la pérdida de su niña adorada que por el cansancio ocasionado por la búsqueda. La madre quería permanecer más tiempo al costado de la bolsa de lona que yacía cerca al recodo convertido en ese instante en mortaja, la única seña de la niña. Pero el tiempo que no perdona llegaba con el crepúsculo de la noche.
En la floresta ¿a quien denunciamos por esta pérdida? Los vientos empezaron a enfilar sus voces por los cuatro costados y se escucharon las palabras del padre, eran de la experiencia y el dolor pero ahora parecían del sabio Apu: “Vieja, regresemos a casa, que nos agarra la noche y la Selva nos puede devorar”.
El hogar, todos los hogares son tranquilos. En la Selva también, pero son austeros, más, menesterosos. La casa de madera, de cuatro piezas, con una terraza, todo cubierto más el techo de crisnejas. Los viejos, padre y madre agotados por el esfuerzo del día se sumieron en el sopor de la noche y en los sueños con los ojos abiertos que tuvieron esa noche. Al día siguiente regresaron a continuar con la búsqueda, con su búsqueda, caminaron por otros senderos, llegaron a la aldea de los Boras, buscaron en las entrañas de la Selva, caminaron divisando el río aguas abajo, aguas arriba ¿alguna seña?, era casi imposible, era un mes de subidas, las aguas no eran mansas: el río se desplaza bravo como bravo el odio de los padres con su sino.
La madre no se daba por vencida, continuó la búsqueda varios días más, fueron siete días más sus noches. De nuevo la noche y con ella el cielo que se derrumbaba con la lluvia que parecía lumbre de la selva a los oídos. Esa noche que sería la última luego del crepúsculo la madre quedó profundamente dormida. Los días de vigilia y sonambulismo se habían acabado. El padre al compás del canto de los grillos, el croar de los batracios y el susurro de los insectos, miraba hito a hito las centellas que inventaban las luciérnagas, luces de la noche, vida en la oscuridad. Parecía la noche de la Noche. Estaban en la otra orilla: la de la muerte.
- Madre ya no me busques. Camino por aguas cristalinas, todos me quieren en este mundo que es un primor, el Río me ha cobijado en el relicario de la muerte, donde todo se fulgue de dorado, las personas se expresan en versos formando poesías. Soy feliz. Madre, acaba Tu bús- queda.
En el viejo jergón que permite la pobreza, la madre se movía como si tuviera pesadillas. En su intento de retener las palabras que escuchaba a lo lejos con el bramar del río como fondo, como el dosel de la vida, que esta ahí, siempre en la vida y en la muerte: ya no quería despertar.
La pesadilla se convirtió en sueño y el sueño en una visión hermosa, era la hija cual heraldo de la muerte traía un mensaje. ¡Nunca más! sentiría dolor, la niña era feliz, cual hurí puro adornaba desde ahora el paraíso gobernado por su majestad el Río. De pronto un grito desgarrador. El padre corrió al encuentro del grito de la madre. Era un grito de resignación. De hinojos a la madera del cuarto, tomando de los brazos a su mujer la despierta, mira sus ojos todavía apagados y antes de palabra alguna, la madre logra balbucear: “Ya no la buscaremos. Está con el Río”.
Para describir a los padres basta con sus nombres: el respondía a Severo y ella a Encarnación. Los viejos se quedaron tristes a vivir con la nostalgia de sus recuerdos con la niña, el sueño de la madre no era suficiente, el Tiempo tenía que cumplir con su parte, y así fue.
Padre y madre se fueron a vivir a la ciudad, no soportaron vivir en su choza cerca al río sin su niña que era la alegría del hogar, sin ella la casa exangüe no tenía alma.
En la ciudad encontraron acogida de algunos parientes, su desgracia era compartida por gente de su sangre. Pasaron siete años, ya establecidos en la ciudad habían empezado una nueva vida.
Cierto día y de fiesta de San Juan, en la casa del hermano menor, Severo asiste por accidente al nacimiento de una niña: su sobrina. El embarazo pasó desapercibido y en esa visita por las fiestas bullangueras de San Juan, motivo más que suficiente para tomar siete raíces y algo más, Severo llegó a la casa de su hermano con la botella en la mano, un vaso en la otra y en su corazón los pálpitos de recordar a su niña raptada por el Río.
Cual sería su sorpresa que al ingresar la casa era un estropicio, todos corrían de un lado para el otro. Intrigado preguntó a su hermano y aquel sin fuerza en el rostro, y sin mirarlo le dijo: “Nace mi primer hijo”.
Los primeros gritos rompieron el silencio, la partera hacendosa cumplía su deber, al terminar cual sentencia de muerte la mujer dijo: “Es una niña”. El hermano hubiera preferido un varón pero otra vez la naturaleza no lo pensó así. El Río tal vez.
La asistencia del padre fue tomada como un presagio de la nueva vida entonces el dilema del nombre de la nueva vida. Sin pensar dos veces, como relámpago que cubre la floresta, el padre no sugerio, con el poder de patriarca de la familia lanzó el nombre ya no de la niña, ya no de la muerte, sino de la musa del Río:
- ¡Se llamará Laid!
De nuevo era el nombre de la vida. La niña creció como crecen las plantas de la selva: alegres con el sol sempiterno en el cielo azul, tristes como las gotas del rocío en el invierno. Tenía los cabellos azabaches, de figura delgada, manitas delicadas, era otra vez la niña de los sueños del padre, era ¡Laid!.
Durante doce años la niña vivió con sus padres y de manera casi familiar, su tío, Severo, el dueño de su nombre, solo de su nombre, la visitaba muy seguido. El Viejo era afanoso por la bebida, y en la ciudad siempre habían motivos para libar. En su cumpleaños número doce la niña Laid tuvo una fiesta hogareña y porque no algunas cuelgas, otra vez, que permite la pobreza.
Fiesta: las palabras fluyen como fluye el agua. Severo y la niña Laid sumergidos en una parrafada interminable. Severo le contaba la historia, su Historia. La niña no se sorprendió, la emoción le invadió hasta los huesos con sus resquicios, había descubierto no sólo el secreto de su nombre, también el de la vida y la muerte. El tío ya en copas y con la nostalgia que arremete, acepta el pedido de la niña de conocer el Río.
Los dos, Severo y Laid, cual yunta marcando los surcos de la vida, caminaban por el sendero de la ciudad al río. Atardecía, ella era el guía, era el norte, Severo se dejaba llevar por Laid y por el bramido del río que ya se dejaba escuchar.
Al llegar a la orilla, a la orilla de la vida, Severo empezó un soliloquio que era el resumen de su vida como explicando al río la causa de su dolor: “...cobarde, raptaste a mi niña”. Empero, Laid parecía iluminada, la historia y el monólogo de su tío no habían cambiado la determinación que tenía desde la primera luz que avistó aquellos días de San Juan. Tomó la mano de su tío y mirando al río, tocándolo con la mirada, dijo el aforismo que tenía esculpido en su mente desde siempre:
- Amores terrenales, amores perecederos. Mi prima es feliz con el Río. ¡Yo seré su amante!
Italo Orihuela Oré
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