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Sólo una luz

Un chasquido y se despertó, la respiración agitada, el gesto sorprendido, casi asustado. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad de la sala. Un segundo antes de volver en sí, le había parecido que alguien le susurraba al oído brisas y oleaje, llenando el ambiente de un leve y amargo olor a sal. Pero allí no había nadie.
Nadie subía nunca al faro. Esa era una de las razones por las que a él le gustaba tanto su trabajo, porque le permitía estar sólo allí, en las alturas, observando el vasto paisaje bajo él sin ser molestado por ningún ser vivo más allá de las ratas que solían pasearse por la bodega de vez en cuando. Se sentaba allí arriba, junto a aquella enorme lámpara señal para navegantes y establecía largos diálogos con el mar, amistosos unos, tediosos otros, difíciles y extenuantes los que más. Nunca llego a saber lo que esperar del mar y dudaba que alguien fuera capaz de hacer tal cosa. “El mar no te da respiro”, solía decir cuando el tabernero le hacía alguna de sus típicas preguntas de rigor en las contadas ocasiones en que hacía el esfuerzo de volver a la civilización en busca de alguna cosa necesaria. Y tenía toda la razón. No podía confiarse y dejar que la aguas furiosas tomaran las riendas. Observaba las olas, las corrientes, el cielo sobre ellas, y entonces hacía la señal adecuada para evitar que los barcos que intentaban llegar a puerto no acabaran naufragando, estrellados contra los poderosos e impasibles acantilados que rodeaban el pueblo a los pies del faro. Esta lucha constante era realmente agotadora. Pero ese era su trabajo. Llevaba muchos años haciendo lo mismo día tras día, y nunca se le ocurriría hacer otra cosa. Después de tanto tiempo se había convertido en un maestro. Alguna vez llegó a creer que realmente el mar le respetaba. Que incluso le temía. “Qué tontería”, pensó, inmediatamente después.
Estaba tumbado en el suelo, descalzo. Se incorporó lentamente, poco a poco, con dificultad, lleno de un desasosiego remoto, de un frío lejano, apagado, de otro tiempo. No recordaba haberse echado a dormir en ningún momento. De hecho, conforme escarbaba en su confusa memoria, se dio cuenta de que era incapaz de recordar nada de lo que había hecho durante el día o antes de haber caído en ese extraño sueño del que había despertado de pronto. Intentó reconstruir paso a paso su rutina de diaria pero fue imposible. El día no había existido. La noche había decidido invadirlo todo. Buscó sus zapatos por alrededor pero parecían haber desaparecido sin dejar rastro. Se tambaleaba. Se sentía extranjero, apartado, en otro lugar. Cerró los ojos con fuerza para evitar la sensación de extrañeza. De pronto cayó en la cuenta de que no había nadie vigilando la llegada de los barcos, las luces de aviso, el gigantesco ojo luminoso que ahora giraba solitario, sin control y sin pausa. Subió corriendo las escaleras hasta la sala de control. Respiró aliviado cuando comprobó que nada había pasado durante el tiempo-¿cuánto tiempo?- que había permanecido dormido. Decidió bajar a la pequeña cocina y prepararse un café bien cargado. Eso le despejaría. Acto seguido, con la taza en la mano y sabroso café en el paladar, volvió a subir las escaleras y permaneció quieto, sereno, ante la cristalera. Allí afuera todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo quizás. Había algo extraño en la quietud del paisaje, en el silencio airado de la noche. No sabía muy bien el qué, pero algo no encajaba, algo que flotaba en el aire y no debería estar ahí. Entornó los ojos y observó con atención. Las montañas, los prados, el mar ahora reposado y tranquilo, el pueblo, la playa, el puerto lamido por las olas. Nada se movía bajo la pálida luz de la luna. Absolutamente nada. Luces apagadas en las casas, farolas muertas en las calles, la hierba callada, inmóvil, ni un asomo de viento. Tanta calma...
“Es como si todo el mundo hubiera desaparecido. Qué raro” se dijo, mientras sorbía pausadamente. Podía escuchar cada crujido de la madera, cada brizna de hierba al rozar ligeramente con otra, cada minúsculo insecto arrastrándose lastimosamente por la tierra a decenas de metros bajo sus pies. Y sobre todo, escuchaba el mar. Lo escuchaba con toda claridad por encima de todos los demás sonidos, imponiéndose majestuoso como una gigantesca orquesta de espuma y algas. Las olas comenzaban a agitarse. En la superficie latía una revolución callada, miles de voces temblaban y se confundían, pero sólo él podía oírlas. Todas esas explosiones, esa vida secreta acercándose desde la profundidad, desde un azul inmenso que ahora parecía llenarlo todo y él en el centro como único espectador, como protagonista. Estaba allí parado, esperando, escuchando, sintiendo que realmente él era el único que quedaba allí, que el resto de la gente se había marchado o había muerto. El mar le llamaba de algún modo único, agitándose, revolviéndose de esa manera callada en que solía hacerlo antes de estallar. ¿Y si era verdad y todo estaba tan quieto porque el mar quería ofrecerle un último reto y le estaba llamando y toda la vida alrededor había desaparecido? “Pero no puede ser” se dijo “Tendría que estar soñando. Y no lo estoy”. Terminó su café y fue a lavarse la cara. No pudo terminar. Las aguas decían su nombre desde algún lugar en su cabeza. Y él debía contestarles.
Así que tal y como estaba, a medio afeitar, despeinado, ojeroso y sin zapatos- imposible encontrarlos- se lanzó escaleras abajo. Bajó con decisión la colina del faro, enfilando el camino hacia el pueblo. En el silencio de la noche, su respiración subía y bajaba rítmicamente, con fuerza, latiendo en sus oídos. Hacía frío. Pero era un frío que quizás estaba en su interior, algo que nada tenía que ver con la leve brisa nocturna que se había levantado de pronto y a la cual las hierbas del camino no parecían hacer ningún caso. Las pequeñas casitas encaladas del pueblo se acercaban más y más. Ni una voz, ni un sonido más allá de su aliento, de los latidos de su corazón, de la sangre golpeando en las sienes como si avisara de que algo estaba a punto de ocurrir. Sus pies desnudos sufrían bajo el peso de su cuerpo, pero él no se daba cuenta. Sólo quería llegar a la playa. Sobre él las lejanas estrellas de una noche en la que incluso la luna había decidido desaparecer . En su cabeza la llamada de algo que no se atrevía a distinguir. La única luz a su alrededor era la mínima que desprendían los astros a millones de kilómetros de él y a la vez quizás tan cercanos. Pero él caminaba y caminaba, calle tras calle, sintiendo que a través de las ventanas nadie le observaba, si a caso fantasmas. No estaba seguro del por qué de su paso acelerado, de esa inquietante sensación de vértigo en la garganta, pero sentía que sólo podía hacer lo que estaba haciendo. Era su deber. Tropezó de pronto y cayó al suelo, rodando en medio de la oscuridad. Cuando llegó al final de la calle principal divisó la arena de la costa, cogió aliento y comprobó que la boca se le había llenado con el sabor amargo de su propia sangre. Tragó y siguió su camino, sin detenerse, atravesó el puerto, ningún barco, jadeaba y tuvo que parar. Estaba agotado. Los pies en carne viva. Dio un paso más y la arena, fresca, blanquísima, hizo su aparición majestuosa. Sentía un profundo ahogo en el fondo del estómago. Poco a poco fue avanzando. Le costaba horrores andar, cada paso más que el anterior. Sentía como si de un momento a otro fuera a ser engullido por la arena. Por un instante creyó ver pequeños rostros que se dibujaban en ella, burlándose de él. Las voces se habían convertido en gritos. Cerró los ojos, andando casi por inercia. Llegó a la orilla y cayó desplomado sobre las primeras olas. Respiraba con dificultad. La cabeza giraba y giraba, enloquecida, fuera de si. Los ojos en blanco. La boca entreabierta. Perdió el sentido.

Volvió a despertar sobre la arena, casi un renacer, con la cabeza cubierta de algas. Abrió los ojos lentamente. Las voces se habían marchado, nadie le llamaba. Miró hacia atrás, hacia el pueblo. Ni un alma. Se incorporó como pudo y se sentó allí mismo, a la orilla, contemplando de nuevo la inmensidad del mar, pero esta vez desde el suelo, a su misma altura. La noche le envolvía dulcemente, acunándole. El silencio formaba ahora parte de él. Sintió una agradable calidez en el pecho. La lucha había sido dura pero al final había resistido. Al fin y al cabo resistir siempre había sido su trabajo. “¿Quién ha ganado esta vez, eh? Dime”, gritó al aire. Una ola rompió delicadamente cerca de él y el agua acarició sus maltratados pies. La siguiente ola le devolvió sus zapatos. Los recogió y se los puso con tranquilidad, aunque estaban empapados. Observó su alrededor. Levantó la vista hacia su antigua, vieja madriguera de siempre el faro. La lámpara vigilante ya no lucía, y comprendió que posiblemente nunca más volvería a hacerlo. Esbozó una triste sonrisa de alivio. A lo lejos, revoloteaban unas pocas luciérnagas traviesas. “Gracias, amigo”, susurró, casi para si. Se abandonó como nunca había hecho antes a la más absoluta y completa serenidad. Después se tumbó sobre la arena húmeda, y cayó dormido.



Texto agregado el 17-09-2003, y leído por 374 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-09-2003 Construye sus imagenes con gran vigor. La historia es arrastrada como un trozo de madera entre las olas de la rompiente. Muy buen texto. Gracias por compartirlo. hache
17-09-2003 Sabes me gusta el estilo tan diferente de escribir que tienes, fue una suerte que entrase a comentarios y viera tu invitacion a leerte, lo hare en los demas, se que vale la pena.Besitos Aire
 
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