Como al término de cada jornada deja el lápiz de tinta negra en el primer cajón del escritorio, se pone el gabán gris y el sombrero, sale de la oficina y baja los trescientos treinta y tres escalones hasta la calle, ¿iré al bar o a la pensión? – se pregunta como lo ha hecho los últimos siglos – y tras un minuto se enfila a la habitación de dos por dos en la que se aloja desde entonces.
Al entrar lo recibe únicamente el gato que durante todo el día le ha entibiado la cama y sin más trámite se recuesta, sin quitarse la ropa y sólo soltando levemente su corbata, igual que hace remotos años.
Los llantos del niño que duerme al otro lado de la pared– que ahora es un viejo pensionado al que le levanta una seca tos todas las mañanas– le evidencia que es hora de volver al trabajo.
Se aprieta el nudo de la corbata, peina sus canas, gabán, sombrero, y sale de nuevo a la calle, camina los diez metros a la oficina y, una vez allí, se esmera en matar la jornada firmando y dibujando disparates en tinta azul sobre un papel amarillento.
El tono oscuro que comienzan a tomar los disparates, igualmente, le informa que se acaba la jornada- ¿o maldición?- que para su satisfacción pareciera que cada vez se extingue más rápido. Deja el lápiz de tinta negra en el primer cajón del escritorio, se levanta del sillón y toma su gabán gris y su sombrero.
Tras bajar los trescientos treinta y cuatro escalones, ya en la calle y habiendo definido retirarse a su cuarto, camina los diez metros, mientras, medita asintiendo con la cabeza en que tal vez sería agradable algún día conocer el bar.
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