Recuerdo que era una tarde hermosa de otoño cuando me encontré con Pablo Serrano. Fue uno de esos encuentros que uno sabe desde el principio que carece de casualidad, que, de alguna extraña forma, ese primer momento, ha estado esperando existir en la vida de uno desde hacía mucho tiempo.
Yo era un joven e inexperto periodista, licenciado a inicios del anterior verano, en busca de algún artículo que poder vender a algún Dominical de provincias. Me habían citado, el comodoro, en el puerto de aquel insignificante pueblo levantino un domingo de Noviembre – a eso de las 11- dijo.
Tras una hora larga siguiendo con fingido interés la explicación sobre la próxima reforma portuaria, conseguí distanciarme unos pasos del grupo, los suficientes para dejar de oír esa verborrea cansina e insulsa.
En el portal azul de una casa, entre redes, casi escondido, estaba D. Pablo, sobre un taburete de madera y mimbre, tan azul y desconchado como la puerta.
- Disculpe, ¿no tendrá fuego?- susurré tratando de no disturbar lo que parecía ser una contemplación casi metafísica del mar
- No. Yo tengo una historia. Si quiere se la cuento…
Ante una respuesta tan clara, y presintiendo que Dios me daba la oportunidad de escribir un artículo que no versara sobre la futura e inminente ampliación del muelle, me senté lentamente a su verá, y no volví a decir una palabra.
- Soy Pablo Serrano, profesor de música retirado. Nací hace ya no sé cuanto y pero sí sé que ya tenía 42 años cuando lo hice.
D. Pablo era un hombre mayor, de calmados ojos grises y pelo blanco, pausado en su relato y en sus movimientos, pero en absoluto reflejaba el cansancio que se presupone a un hombre de su edad. Fue una de esas promesas tempranas ensalzadas por las revistas que se ponen de moda entre los círculos más selectos. A sus 30 años cortos había viajado por todo el mundo con su afán de tocar y enseñar música, había coincidido con cientos de mujeres- sin duda debía ser un joven muy atractivo -, hasta que llegó a Madrid.
- Madrid me pareció una ciudad mágica, loca, confusa… era joven y supongo que me deslumbró. Fiestas, largas noches tocando jazz con los amigos en bares olvidados… Pero aún más, hasta la ceguera, me deslumbró ella-
Se refería a María da Silva, soprano. Algo más joven que él, mucho más hermosa. Fuego.
- Recuerdo aún cuando la vi por primera vez. Yo andaba de trastos con una chica que decía que sabía cantar, en una fiesta de gala en un gran salón lleno de gente encorbatada. No sé si es verdad, pero le juro que cuando ella entró por la puerta, me dio la sensación de que todos dejábamos de movernos y de hablar. Brillaba sola, completamente sola.
Con un traje azul se acercó al pianista, D. Pablo, sabiendo que todos la seguían con la mirada. Fotos, flashes…
- ¿Crees que estarás a mi altura?- dijo mientras le miraba pícara.
- Prueba. Tampoco eres tan alta…
Así iniciaron lo que acabó siendo su primera noche de amor, entre arias de Puccini y coros de Verdi. Fueron, sin duda, el centro de la fiesta, pero también los que más la disfrutaron. Aún cuando el resto de invitados se retiraron, ellos siguieron, primero cantándose lo mejor que sabían, luego enroscados sobre el piano, hasta la extenuación.
- Ella estaba de gira. La más bella voz en la más bella. ¿Cómo no enamorarme? Los días se sucedieron, recorrimos la ciudad hasta sus últimos rincones. Después de cada ensayo la recogía, sin más plan que estar junto a ella. Cantamos, bailamos e hicimos el amor de mil formas y maneras…fuimos intensamente felices. Caía ya el otoño cuando decidimos vivir juntos, dejar nuestras giras e instalarnos en un ático de la Chueca, cerca de la estación de Atocha. Nunca me sentí tan vivo y me gusta pensar que ella nunca fue más feliz.
Yo no era sino un estudiante lleno de granos por aquella época del Madrid de la movida, de cierto aire mágico, de la recién estrenada libertad. Sin embargo, hice míos cada uno de sus recuerdos. Los paseos por el retiro, los bares de travestís, humos y jazz. Los afterhours…. Creo que tenía razón D. Pablo, el otro Madrid, el que empezaba donde acababan sus curvas, era una representación teatral para su obra, para su amor. No más que eso.
- Un día, al regresa a casa desde mi ensayo en el Teatro Real, abrí la puerta y su aroma no estaba. Deje las llaves sobre el escritorio muy lentamente, temiendo haberme equivocado de puerta, o de año… Sencillamente no estaba. Como sustituto, una escueta nota “Me voy al mar de Sicilia, donde no pueda echarte más de menos”. No conseguí creérmelo. Primero pensé que era una de sus bromas, siempre tuvo un extraño sentido del humor, luego que volvería. Y así fueron pasando los días, los meses..
D. Pablo Serrano siguió con su vida, como si nada hubiera pasado, como si la ausencia fuera sólo ficticia, esperando, con la misma calma que le vi esperando en la puerta a que yo me acercara.
En una ciudad que de pronto parecía muerta, apagada, comenzó a sentirse mal y luego peor, como si la oscuridad que en ella reinaba le estuviera comiendo el alma. Y decidió irse, al mar, como ella.
D. Pablo respondía a las preguntas antes de que mi boca las formulara, siempre que durante esa conversación me atravesaron el cerebro.
- Nunca fui a buscarla. No me atrevía, era reconocer que se había ido.
No habíamos comido, y la brisa traía el olor de las frituras de un bar cercano. El grupo se había disuelto hacía rato y no había vuelto a saber del comodoro. Estaba empezando a inquietarme cuando D. Pablo, que había callado unos instantes, se levantó lentamente, y se acercó a una mesa contigua donde alguien nos había dejado alguna comida.
- Entonces me vine aquí. Y comencé de nuevo. Encontré Esmeralda, una chica preciosa y sencilla que me lo dio todo sin preguntarme nada. Se fue hace unos años, diciendo poco y quejándose menos.
Esmeralda Otero fue más que una esposa amante, una madre, un regazo en el que llorar la ausencia de María. De familia sencilla, había pasado la infancia reparando redes y aprendiendo cosas que nunca le valieron en la escuela del párroco. Hasta que descubrió a Pablo, a Pablo y a su música.
- Cuando la enterré, a Esmeralda, decidí que había llegado el momento de ir a Sicilia, para ver ese mar de olvido y esa luna loca.
D. Pablo Serrano, hombre de tierra adentro, se alojó en un barco pequeño desde un pueblo pesquero hacia su isla maldita. Y llegó a ella de noche, con luna llena, que grande, hinchada y naranja irrumpía en el horizonte, llenando de fuego el negro del mar. Llegó en silencio, pensativo y temeroso. Más de encontrarla que de no hacerlo. ¿Por qué tanto miedo? ¿Permanecer la gran María da Silva quieta en una isla de paletos? Debió pasar como muchos dos días hasta que encontrará un moreno italiano que le brindará Roma.
- Recuerdo que los sonidos me parecieron iguales que los de aquí. El mismo mar, la misma luna… pero había algo distinto. No sé, distinto, eso es todo.
Los gritos de las madrazas, orondas, los chiquillos jugando, y el taciturno mar en todo. Avanzó entre las rocas de la playa, hacia el pequeño grupo de casas.
- El pueblo, Cariati, era blanco y viejo. De los mismos pescadores que ahora me rodean. Sólo que no era este. Yo había reservado una cama, me esperaban, pero decidí que si había estado haciéndome esperar más de 15 años, tampoco iba a pasar nada si aguantaban unas horas más….
Así, sólo, descubrió el negro de las rocas volcánicas, la diminuta diferencia del ruido del mar contra ellas, la luna ebria reflejada en la arena, el murmullo de las gentes del pueblo cada vez más lejano.
Cariati, como decía D. Pablo, es un pueblo blanco y viejo. Permaneció olvidado por las rutas turísticas más que el resto, por pequeño y escondido. El pueblo entero vive agazapado entre las faldas de una montaña y el mar inquieto. Apenas unas sendas llegaban a él, desde pueblos cercanos y tan distantes. Cuna de partisanos en otros tiempos, de hombres recios y mujeres anchas, de esas con forma de ánfora romana. Cuando llegó D. Pablo a él había aún olor a queso en sus calles, y a higueras maduras y a mujeres lozanas. Aún existía como pueblo, por blanco y viejo, por su orgullo distante y su hospitalidad sencilla. Lejos han quedado el pastor, ya no hay marineros. Frenético capituló el pueblo entero ante una horda de turistas que un día llegaron y nunca terminaron de irse. Fue allí, en ese Cariati que ya no existe donde poco a poco los recuerdos de María se hicieron sitio en su cabeza. Madrid recobró la luz que tuvo, volvió el sabor de sus besos, su aroma, su mirada inquieta…
- María era especial. No sé siquiera como definirla, salvo que era ella. Esplendente. Le juro que había tardes en que, como me pareció en la primera, tenía luz por dentro. Siempre me recordó a la música, era una melodía hecha mujer, sensual, que poco a poco iba creciendo, llenándolo todo. Al inicio, imperceptible, violines suaves y tímidos- sus manos habían comenzado a dirigir una orquesta de gaviotas- luego, iluminándose se adueñaba del espacio, los chelos entraban de uno en uno, al final de todo era la misma extraña melodía, que te embrujaba. Así era ella, y así le compuse..
D. Pablo había compuesto en esos días primeros de ausencia, aún en Madrid, la más maravillosa música que nunca llegó a interpretarse. Ni una sola vez, para nadie, nunca…
Al alba, después de una noche pensando lo que sin duda había pensado María, regresó sobre sus pasos hacia su fonda. Una voz cálida sonaba a través de la cortinilla de maderas trenzadas. Al piano una melodía familiar, mágica y sonora. Esa música que sólo se oye con el corazón y el alma. Y tapa al resto.
- Entonces ocurrió. Tal y como escuché su música, la que me dejó dar forma, dejé de sentir el peso en el pecho, ya no me oprimía más. – sin poder contener el llanto de alegría, D. Pablo se encaminó decidido hacia la puerta de donde surgía como un torrente esa voz, tan familiar como cambiada. – y la vi. Apenas de escorzo, pero supe quien era. Me quede quieto, y entendiendo que ya había cumplido mi viaje, cogí el primer avión que me sacara de esa isla maldita y hermosa….
Así fue como D. Pablo descubrió su paternidad desconocida y de alguna extraña forma, el sentido de su única y observada vida.
Nunca volví a ver a D. Pablo, y nunca hasta hoy, me había atrevido a visitar también, como él, esa isla en la que habitan nuestros sueños.
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