Sentada en el jardín una joven pálida, de cabello rojizo, mirada tristona pero corazón ardiente, esperaba, como todas las tardes a aquel joven. Un joven inconstante e indeciso. Sentada buscaba, dentro las palabras que escribiría y enviaría para enamorarlo. Pensaba que si lograba escribir un cuento hermoso para él, al leerlo, éste se daría cuenta de que en verdad la amaba también.
Pero este joven era errático… tanto como la mariposa que había llegado a posarse al lado de la joven. De repente su llama volvió animarse y sintió deseos de capturar entre sus manos esos colores tan vivos y de tener alas que la harían volar al lado de su amor.
Persiguiéndola, se encontró en una calle transitada por cientos de autos y personas. Lo único que se podía escuchar era ruido y de pronto… las risas de las personas y la alegría de los niños iluminaban esa ciudad, que si bien todos llamaban peligrosa, era por esas luces que todo valía la pena. Y de nuevo la llama en su corazón reía.
Continuó caminando por las calles y un olor dulce interrumpió su búsqueda de inspiración. Era una pastelería; chocolate, vainilla, fresa, todos deliciosos. El repostero la observó desde el ventanal y pensó que tal vez uno de sus pasteles podrían quitar ese dejo de tristeza de aquellos ojos que eran bellos en verdad.
Pronto escogió el de vainilla. Todo era exquisito; los cinco, quizás hasta el sexto de los sentidos gozaban con cada pedazo. Y otra vez sentía que su llama le abarcaba todo el corazón. Tal vez el panadero no logró borrar esa mirada triste, pero sí que la llenó de brillo.
Continuó su camino, pero la joven debía volver a casa pues oscurecía y ya comenzaba el cielo a anunciar una tormenta.
Y no hubo engaño, en pocos segundos comenzó a llover. Era una lluvia fina y los rayos del sol poniente la disfrazaba de brillantes. La joven no apresuró el paso. Se detuvo a sentir… y era como si las gotas disfrutaran todas del contacto con su piel. Resbalaban despacio por su cabello, por su rostro para después reventarse en mil cristales sobre sus hombros. Y aún en el ocaso de la tarde, la llama en su corazón bailaba al ritmo de los 7 colores pintados en el cielo.
Supo entonces, que su corazón se animaba, reía, se llenaba y bailaba sólo con cada paso, con cada momento, sólo con estar viva! Ella no necesitaba del inconstante amor del joven, pues era feliz por ella misma.
Entonces tomé el lápiz, el papel y escribí: “el cuento que nunca quisiste” y lo solté de entre mis manos al viento.
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