Esa mañana me despertó un llanto físico. Traté de darme la vuelta y abrigarme con la frazada, pero enseguida advertí que eran de las lágrimas que necesitan una palma en el cabello: llamame un taxi y alcanzale a mis labios de papel una pastilla de tinta a base de agua.
En minutos, me encontré sola en la casa, con el chillar de la pava como banda sonora. Tal cual mis planes de la noche anterior, estaba con el café antes de las ocho y al sol le tocaba día de franco. Yo sabía que, de venir, lo haría por la mañana. Así que leí disimuladamente mientras lo esperaba. Antes, me habían contado que él acostumbraba visitar la que otrora fuera su casa. Otrora: hasta ese día en que no se sabe quién dejó a quién, pero eso sí: hubo abandono.
Desconozco cuál fue su itinerario. En cuanto al mío, mitad casualidad-mitad causalidad, mitad conciencia-mitad modorra, mitad plano de la ciudad-mitad pies curiosos (con un dedo que incluso se negó al encierro del champión); salí a la galería, por razón o instinto, en el momento justo.
Lo vi asomarse desde la puerta de atrás con su par de pupilas fulminantes. Eso era él: la expresión de dos ojos. Porque ellos y sólo ellos lo definían. Y entonces su cuerpo sólo se justificaba por la función de soportar el peso de sus rendijas al universo.
Lo saludé. Él no emitió sonido alguno. Pero me permitió hacerle un par de caricias. Así y todo, percibí que a cada posarse de mis dedos en su columna o sus omóplatos, él emitía un latido sorpresivo. Aceptó gustoso el plato, mas a los pocos segundos ya no parecía tan interesado. Noté una lastimadura reseca por sobre su ojo derecho. Nos mirábamos.
Se paró. Caminó con un desparpajo tan elegante y natural que me recordó a un alcohólico en estado de sobriedad. Calculé que, a 7 por 1 y nuevamente por siete, debía cargar con unos 49 o 50 años. Buscó intimidad. Clavé la mirada en el plato, pero supe que su entrepierna convulsionó unos segundos.
Se acercó nuevamente. Hice una mueca que no llegó a sonrisa pero mostró intención. Recogí el plato, siempre dejándolo a su acceso. Estuvimos sentados unos momentos entre los azahares del jazmín paraguayo. Me miró. Yo ni siquiera sabía su nombre. Y me negué terminantemente a asignarle uno en mi imaginación. Eso me parecía tamaña herejía siendo que se trataba de asunto tan serio.
Se alejó por el mismo camino por el que había llegado. Entré al comedor de esa casa de Estados Unidos 1120 de Asunción, en la que vivió hasta su muerte en el ’99 la escritora Josefina Plá, y comencé este boceto sobre la mañana en que conocí a su gato. Cuadrúpedo que visita periódicamente el que otrora fuera su hogar. La casa que aún le pertenece.
|