Una Reflexión sobre Conciertos de Música
Esta vez pensemos un ratito en los conciertos.
De seguro el lector ha asistido a alguno, o ha sabido de uno, o lo ha escuchado en un CD live.
De entre todas las cosas que pueden darse en un concierto, hay una dinámica que me llama la atención: se dan momentos en que la audiencia, emocionada, comienza a aplaudir a cierto ritmo junto a la canción que se está ejecutando. Claro que estos aplausos son iniciados por un grupo de concurrentes.
De por sí no proeza fácil ponerse de acuerdo entre tanto ruido y personas, más que todo surge como del alma el comenzar a aplaudir –y es alguien que comienza; uno es el primero que aplaude. Si quiera por una diferencia de nanosegundo uno es el que aplaude primero, o lo piensa primero, sea que lo haga o no antes que otro.
De todas formas, lo de esperar es que a algunos les reviente el impulso de aplaudir. En algún momento se dicen desde sus adentros íntimos: “éste es un momento adecuado para aplaudir rítmicamente junto a la canción”, y acto seguido estrellan las palmas. Y otros siguen, lo siguen a él, algunos sin pensarlo: impulso absoluto.
De más interesante resulta que también es usual que más de un grupo inicien un aplauso “al mismo tiempo”. Quizá estén a los extremos opuestos del estadio, salón, anfiteatro o similares en finalidad. Mas eso no impide que haya cierta “coordinación” entre sus impulsos. Algo hay: una explosión de algo inefable y no percibido que se riega: llueve sobre las cabezas y despierta en algunos el arrancón eléctrico de aplaudir a cierto tempo.
De fin a concluir, veamos que debido a la inexactitud inevitable de la “simultaneidad” de los aplausos incipientes de cada grupo, no pueden coexistir: se anulan mutuamente: cargas opuestas. ¿Qué es lo que sucede entonces? Uno de los grupos se impone.
De alguna forma, uno de los intentos de aplausos contiene una fuerza que al otro le falta, o no tiene en suficiencia. Mientras uno se propaga, el o los otros se dispersan, se rinden, cesan y se adaptan a aquél que logró esparcirse entre los seguidores, siendo imposible determinar qué es “eso” que lo hizo superior y a los otros inferiores, innecesarios y despreciables. Aquél que aplaudió primero, antes que cualquier otro, quizá tuvo algunos seguidores; pero al final no fue su aplauso el que se mantuvo con vida; mas el de otro, a quien se lo ocurrió después, o acaso fue un imitador. Y ese mismo aquél no por ello determina no aplaudir, sino que se adapta al del otro. Siempre va a aplaudir. Al final, todos aplauden juntos, a unísono.
Es sólo que creo que merece esto un poco de pensamiento.
Eso es todo.
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