Puedo hacer un catálogo mental de todos mis conocidos según su olor personal; pero los relaciono con olores comunes al sentir la impotencia de describirlos con palabras. Mi hermana Rafaela huele a hule estirado, Alfonso huele a madera recién cortada, mi hijo Santiago transpira el ambiente de una farmacia. Mi mamá olía a agua caliente.
Hasta que conocí a Eugenia. Entro en la recepción de la compañía el 19 de agosto. Preguntó por los formularios de inscripción y me encontró solo, indefenso a sus aromas, guardándole el puesto a Rebecca, la recepcionista con problemas de esfínteres. Traté de no acercarme suficiente para no prenderme del olor a tela de algodón caliente y mango maduro que poseía su cabello, pero fue imposible resistirse. Tanto se confundía el aroma a mango con los formularios que terminé llenando por ella hasta el último papel, donde por cierto anoté mi teléfono.
Me llamó tres días después, y tanto quiso el corazón en salirse por mi boca que mi mujer empezó a sospechar. Yo traté de ser como siempre he sido: frontal. Le dije que me llamó una cliente que necesite que la asesore en unas solicitudes que ha introducido en la compañía y le dije que nos viéramos mañana en la compañía.
Nos vimos en un café. Hablamos primero de los perfumes particulares de cada ciudad, luego de música, luego no se; mientras yo trataba de desnudarla mentalmente, quitando capa por capa los rastros de jabón y perfumes, y dejándola sola con sus propios códigos organolépticos. Traté de reconstruir el olor a su cabello suelto, pero esa tarde no pude más que percibir un tenue bálsamo de sandía cuando nos despedíamos y me acerqué a darle un beso.
Esa noche fue terrible en casa. Los niños estaban intranquilos, no me gustó el asado que preparó Marilé (ella sabe que no me gusta la cebolla) y no dejé que me diera el masaje de pies que siempre me da. Luego de acostar a mis hijos me quedé cavilando en la sala oscura. No podía acostarme al lado de ella y sentirme traidor. Encendí un cigarrillo y pensé en lo que era mi vida, en si realmente mi mujer se merecía que yo, después de haber luchado juntos tantos años, de haberme cuidado como si fuera un niño, de haberse adaptado a mi, yo me revolcara con una desconocida. Terminé durmiendo en la sala.
Me llamó al día siguiente. Esta vez me invitó a su casa esa noche pues daría una cena a unos amigos. Al llegar no vi los amigos, no vi la cena; en verdad si la vi, la cena era ella. No encontré otra forma de sentirla que besarla. Clasificar su saliva, su aliento y su cuello. La penetré, hundiendo mi nariz en su cabellera y revolcándome entre el perfume de mango, que ahora tenía visos de canela. Estoy seguro que ella sintió con placer la primera penetración. La desvestí cuidadosamente, permaneciendo cerca de cada zona recién descubierta y tratando de recuperar aquellas esencias volátiles. Era un agregado progresivo de tonalidades a su bouquet personal: los senos dieron un toque cítrico, sus brazos un complejo de durazno y sol, su ombligo un fuerte olor metálico, su sudor un toque salado. Cuando llegué a su vagina sentí la fragancia que de seguro siente quien descubre un tesoro: fuertes aromas de encierro cruzados con inocencia y excitación. Quién ha abierto con sus propias manos la fruta del cacao y ha percibido aquella mezcla rara de pestilencia, inocencia y elegancia, sabe de lo que hablo. Hundí mi nariz en su vagina para tratar de sentir sus bálsamos internos, concentrados, profundos. Sentí su corazón tratando de compartir el placer de sus fluidos, capté el incienso más delicado y violento cuando explotó su cuerpo en desesperación y temor, y degusté los aceites más hermosos donde solo se piensa en tranquilidad y reposo. Pasé tres días encerrado con ella. No llamé al trabajo, no llamé a la casa. Solo gasté las horas clasificando aroma por aroma, y archivando en mi memoria cada impresión, cada parte de ella.
A la mañana del cuarto día regresé a la casa. Y como no puedo ser de otra manera le expliqué con detalles a Marilé que me había pasado. Me había equivocado y estaba dispuesto a aceptar mi culpa y las consecuencias. Después de dormir ocho dias en la sala me aceptó de nuevo en el cuarto. En mi trabajo entendieron mi momento de locura, claro que me amonestaron, pero conservé mi puesto.
Esto fue hace cuatro años, y he olvidado ni el mango, ni la sal de su sudor ni el olor a cacao crudo. Siempre sueño con Eugenia, aún en el trabajo. El único sinsabor que ha dejado su sabor ha sido que perdí mis derechos. A mis hijos no tengo el derecho de regañarlos pues siempre recuerdan el incidente de Eugenia, mi secretaria tenía que despedirla pero me convenció que no tenía ningún derecho después de lo que pasó con Eugenia. Ahora ya como cebolla en el asado pues siempre me la sirven y no puedo reclamar. Como venganza, y en mi silencio, me regocijo reconstruyendo los tres días de Eugenia mientras atiendo a otro cliente.
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