Lisandro López Linares conoce al Zorrito.
Los gallos dan la hora mientras las batarazas ponen huevos tibios que se venderán como frescos. La chancha va pariendo el décimo y siguen saliendo. Todos se disponen para ese día, porque habrá doma en el “Hornerito”, una estancia a dos leguas de la ruta, propiedad de un inglés con aires de gaucho falsificado.
La peonada está allí desde muy temprano haciendo preparativos, lustrando los potros ariscos atados por doquier con cuerdas y tientos. Vienen los mejores.
El Zorrito no doma salvajes porque comparte la sangre, se reconocen cómplices del venteo y las tormentas. Concienzudo de sus habilidades entiende que la demostración no es una de ellas.
Atento a las órdenes de Don Alberto, hace mandados y arregla el alambrado.
Los murmullos vuelan con el tufillo que exhalan los peones hablando de un tal Lisandro López Linares, “Lelé”, como lo llama su mamá, para risa de sus empleados. El pichón es hijo de un estanciero forrado en hectáreas de pastoreo, silos para el grano, y un casco grande como dos “Torcacitas” juntas. Estará a medio día viniendo en un auto moderno. En las últimas domas, el Lelé dejó a la indigencia más dolida que nunca. Es inadmisible que el rubio pálido con ojos de gato malo, ganara la destreza que dan los madrugones. Cuentan que el Patroncito mira al potro fijo a los ojos antes de acomodársele arriba y el animal le hace rebuznes al propio mandinga.
El Niño engatusa rápido y hay que cuidarse. Nadie nunca habla del todo, porque los Señores tienen la maldita costumbre de hacer la cruz a los paisanos charlatanes. Las murmuraciones dicen que embaraza a las chinitas que están muy lejos de alcanzarlo en su cuarto de siglo… y no se dice más!
Para el asombro de la mayoría el Lisandro llega tempranísimo, baja del Ford y al segundo la polvareda desaparece emergiendo desde sus botas de caña alta, chaleco negro y chambergo marrón. La tierra es ajena a esa camisa inmaculada y en el final del brazo un resplandor revela su tiempo de malla y cuadrante de oro.
-Ché, vos!- un sonido seco y autoritario convoca la atención del Hilario.
Este gira lento y enfrenta esos ojos azules debajo de las cejas tupidas. Levanta apenas la cabeza olfateando el olor y ya lo conoce perfectamente.
-Diga- responde firme. Lelé, invadido de un respeto súbito omite su ronroneo maligno.
-El Hornerito? El zorro sin dar la espalda señala el Sur con el índice.
Al fondo, el alambrado se extiende como renglones infinitos.
Ambos saben de esta anónima afinidad que los asocia. El Ford negro siguió la huella mientras el Lelé lo miraba por el espejo retrovisor
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