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LA ÚLTIMA TOCATA DEL FLACO

(Este texto lo pillé y me pareció divertido, es mi primer cuento, o medianamente cuento...tenía 16...me pongo triste)

Estábamos justo en mitad de una canción de Black Sabbath, una de esas que parecen un gusano gordo, negro y peludo avanzando lentamente por tus orejas.
Ellos entraron de improviso, sin pedirle permiso a nadie, claro, si se supone que son la Ley, la fuerza pública – muy diferente a la fuerza púbica, nótese bien. Sin embargo todos lo esperábamos, sabíamos de ellos y de sus intenciones y ciertamente a esas alturas ya estábamos en otra, poco nos iban a incomodar.
Habíamos ensayado siete temas durante la semana. Llegamos bastante temprano a Lanco y después de comprar algunas provisiones para la larga y pesada jornada nos fuimos a instalar inmediatamente al viejo teatro. Probamos sonido – un chiste – y nos dijeron que sólo debíamos tocar tres canciones, ya que la tocata se acababa – la venían a acabar - impajaritablemente a las doce.
En ese momento me pareció una condición bastante razonable y hasta la habría aplaudido de no haber tenido las baquetas en las manos: el ruido infernal que producíamos en ese desvencijado teatro paleolítico se expandía sin control por toda la cuadra y hay gente honesta y trabajadora que los sábados por la noche merece dormir un poco ¿o no? Además, si todo salía bien y “ajustado a derecho” no habría ningún obstáculo para futuras tocatas – en ese lapso olvidé por completo que no hay futuro.
Asentí, otorgándome atribuciones que quizá no me correspondían. Todos saben que no me gusta dármelas de líder - aunque los ensayos sean en el subterráneo de mi casa, a falta del cual no hay torta que valga- pero aún así me miraron con caras por lo menos incriminatorias. Yo no les di importancia, ya que frente a una presentación como la que íbamos a tener en un par de horas, lo más importante era la cohesión y armonía entre lo miembros en todos los planos; debíamos actuar como un sistema perfecto, buenos inputs buenos outputs, aunque sin duda más distorsionados y ensordecedores.
Éramos la penúltima banda que subía al escenario. Había poco público, pero bastante entusiasta, por decirlo de algún modo. Les gustamos, excesiva parafernalia y teatralidad de por medio. Terminamos el segundo tema y ya estaban todos los giles saltando arriba del escenario y entre tanto caos las pifias que nos mandábamos ni se notaban. Estaban como poseídos – y nosotros también- a tal punto que paró la música y continuaron con su ritual, parecieron no darse cuenta.
La cosa se había retrasado bastante y ya eran casi las once y media. La banda anfitriona, que debía cerrar el “show”, nos miraba con cara de cordero degollado y no nos fue difícil darnos cuenta que les comían las manos, no sé si por tocar o por darnos unos buenos aletazos en la jeta, que a esa altura poco habríamos sentido, en todo caso.
Lo que correspondía en ese instante era proceder a tocar nuestro tercer tema, bien corto, y chao. Pero al Bulla, nuestro vocalista, no se le ocurrió nada mejor que empezar a presentar a los miembros de la banda uno por uno, y cierto es que uno en esas circunstancias se emociona y al oír su nombre y los aplausos le entra el demonio y le da por improvisarse alguna cosita. Resumiendo el cuento, en eso se nos fueron quince minutos.
Tocamos la tercera canción y, en vista de la increíble respuesta del público y de lo caliente del ambiente, comenzamos a tocar el cuarto tema. Ya en ese punto, no quise mirar por ningún motivo a los músicos lanquinos, que trataban por todos los medios de sacarnos de escena. El plazo fatal se había cumplido.
Pude visualizar algunas consecuencias lógicas: nunca más nos invitarían a tocar a Lanco, o sea, nunca más nos invitarían a tocar a ninguna parte.
Encendieron la luz y quedamos todos encandilados, pero no les dimos mayor importancia y seguimos tocando. Creo que ni siquiera nos dimos cuenta que eran ellos, parecía imposible que algo tan tremendo tuviese que terminar en algún momento.
Eran dos y nosotros cincuenta por lo bajo, pensé para mis adentros.
Escuché la voz de uno, el más viejo y gordo, por el megáfono, pero no pude descifrar lo que decía, aunque vi de inmediato el tremendo poder del conjuro: el público comenzó a retroceder y vi que poco a poco, solapadamente todos se iban, guardando botellas y recogiendo mochilas a la velocidad del rayo.
Nuestros anfitriones, con la pica fresca aún en sus caras, conversaban animosamente con los pacos y nos apuntaban con el dedo. Nosotros no podíamos dejar de tocar, aunque ya no había más público que los pacos y los Diaboulus – el grupo de Lanco. Los caballeros de verde gritaban y gesticulaban, colorados de ira, para que el boche cesara, pero nuestra canción se había vuelto eterna.
El más joven se subió al escenario, mientras el otro buscaba la manera de apagar los equipos. Un tímido lumazo le llegó a nuestro guitarrista en todo el lomo. Como estaba tan absorto en la música ni se dio por aludido. El carabinero le agarró la guitarra y empezaron a forcejear; cayeron micrófonos, platillos, se enredaron con el telón y terminaron en el piso intercambiando peñiscos y patadas; ninguno aflojaba. Nosotros mirábamos sin comprender y seguíamos tocando.
Al fin, el paco le arrebató la guitarra al Flaco y se dirigió hacia nosotros con actitud poco amigable, inundado en sudor y con los ojos rojos de ira. De pronto pareció recordar la canción, que a duras penas seguíamos tocando el bajista y yo. Conectó la guitarra y tocó con nosotros. En eso se oye una pequeña explosión y saltan chispas por doquier: el otro paco se puso con un formidable cortocircuito. Se quemó el equipo del bajo y todos los micrófonos; después, el silencio. El paco guitarrista después de unos segundos de reflexión siguió tocando de manera endemoniada, como si fuera un engendro Hendrix-Van Halen-Malmsteen recién salido del infierno. Sin duda que con él teníamos el éxito asegurado y con el uniforme impondríamos una moda; en estilo, el Flaco no le llegaba ni a los talones.
La luz del sol que se colaba por una minúscula ventanilla me daba directo en la cara. Había al menos unos veinte tipos y la humedad de las paredes mezclada con la fragancia natural de los cuerpos y los desechos formaban una amalgama hedorosa de difícil digestión. Tendido a mi lado estaba el Flaco, tenía la boca abierta y le colgaba un hilito de baba. Dormía y sin duda entre sus sueños ni siquiera imaginaba que ya no lo necesitábamos.
(6 de julio de 1997.)

Texto agregado el 18-07-2005, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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