Estudió hasta el mínimo detalle para no cometer errores. Lo que más le complacía era la ausencia del móvil; lo que despistaría a los investigadores. Siempre sintió el deseo de matar, quería saber que se experimentaba al quitar una vida. No le interesaba el arma, sería la que la ocasión y el momento adecuado decidieran, no era decisión de él. La elección de la víctima sería al azar, alguien que nadie ni remotamente asociara a ese tranquilo profesor de inglés, abuelo y padre respetado, hombre de vida tranquila y perfil bajo. Luego, la emoción de seguir los resultados de la investigación por los medios de comunicación, sería su mayor premio; la adrenalina corría por su sangre de sólo imaginarlo.
El crimen de la pequeña monja que todos los días concurría a brindar sus servicios caritativos en el Hospital Público, tuvo visos diabólicos. La joven fue encontrada muerta en el camino entre su Convento y el Nosocomio; entre los arbustos del oscuro sendero. Su frágil cuerpo lucía desmadejado, su cabeza en ángulo extraño con el cuerpo, indicaba la causa de la muerte, un solo y seco golpe en el cuello se lo había quebrado. ¿El arma? Una fuerte rama que yacía sin huellas a su lado. ¿Testigos? las palomas y el viento frío de la madrugada invernal.
Los diarios se volvieron locos informando las distintas conjeturas policiales que se perdían en caminos sin fin. Un espectador ávido, sonreía complacido, mientras seguía las noticias desde su hogar; todo había salido tal cual lo planeara. Las noticias se fueron diluyendo, hasta perderse en el olvido.
De improviso, nuevamente salió a la luz el terrible crimen, cuando un Profesor de Inglés, respetable miembro de la comunidad, se confesó culpable. Su conciencia, un testigo inesperado y silencioso, lo había acusado finalmente.
|