Lunes por la tarde; la clase comienza (el reloj ubicado sobre la pizarra señala las 16:15)
La antigüedad se desenvuelve a través de mi voz, derramando la sangre que pintó los campos de batalla, situados en La Galia. Julio César y sus huestes ya cruzaron el Rubicón; la suerte está echada. Mi voz reverbera entre los vidrios humedecidos por los hálitos de este frío invierno.
La expresión juvenil atropella cada partícula que yace suspendida en el ambiente.
–Silencio; presten atención –la oquedad restante de la pizarra no volvió a ser ennegrecida por el plumón–. Julio César es asesinado. ¡Ha muerto la república! –y permito al vacío congelarse entre mis labios.
–Ahora veremos…
Mis ojos chocan con la respiración de los estudiantes; atrás están ellas: las chicas que delinean sus labios con rouge, coqueteando ante sus espejos.
María y Luisa…
Clase tras clase, dirijo mi vista hacia ellas; provocan tal revolución en mis hormonas, que constantemente las veo frente a mí, danzando desnudas; generando una profusa erección bajo mi cintura.
Detesto mis relaciones sexuales con Andrea, mi esposa; no soporto las negativas ridículas ni sus chantajes emocionales. Simultáneamente, desfilan ante mí las deudas, la peluquería, el auto nuevo, los caprichos de la última moda y los gastos inescrupulosos que efectúa comúnmente, sin apenas consultarme.
Ambas chicas representan para mí un mundo pasado, dentro del que gocé la plenitud de la efervescencia juvenil y su vitalidad, y su cuerpo firme aún en mí; cuando el techno-industrial retumbaba en mi sangre, mientras las nubes de tabaco en la disco ocultaban a la dueña de mi amor platónico adolescente, jamás correspondido.
Y María alza su mano derecha.
– ¿Profesor? –dijo, agitando su pecho; acentúa deliberadamente su mirada seductora hacia mí.
Su llamado inmoviliza mis sentidos; ráfagas de pensamientos turbios atraviesan de pies a cabeza mi convulsionado espíritu de profesor (sólo profesor… )
Evito fijar la mirada en los abultados senos de María, desviándola hasta encontrarse con los tentadores labios entreabiertos de Luisa, quien los degusta sutilmente con la punta de su lengua endurecida; los imagino recorriendo mi pene, derritiéndolo con delicia, contrayendo, y expandiendo mi prepucio, para luego expulsar mi semen, hasta verlo escurriendo por su boca.
María deposita su mano, tiritando, sobre el escritorio, como asustada, al advertir mis ojos desorbitados.
Y Luisa continúa la intervención:
– ¿En qué año murió Julio César?
Sebastián Espíndola y Felipe Pino (Brayan-Rey)
21:50
Sábado, 16 de julio de 2005
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