Entre los múltiples cuadernos, como ya sabéis, encontré uno que no tenía escrito más que un puñado de páginas. Al final de la historia, ví un extraño dibujo, un rudimentario mapa del lugar donde transcurrió todo y una mancha de lo que parece ser vino. Admito que no entendí muy bien qué signficaba aquel dibujo y por qué mi tío abuelo reservó un cuaderno entero para esta historia. Luego, al leerla, entendí que quizá fueran de las que le más le impresionó. Lamentablemente, Alexander Íllic no está aquí para aclararlo, pero sí están sus diarios que, como ya dije en su momento, iré transcribiendo fielmente. Mientras, disfrutad de este episodio dedicado a un trágico marqués y a una copa de lo más singular. ¿Un secreto?: tras leerla estuve un tiempo que evitaba la sola presencia del vino. Ya me diréis que os parece. Saludos a todos.
Moebiux
El marqués de Bonhomme y el cáliz.
El marqués de Bonhomme nos hizo pasar inmediatamente a la biblioteca. Sin dejar de sonreír, se le notaba impaciente por enseñarnos su hallazgo. Nosotros estábamos un tanto perplejos: afuera llovía con cierta fuerza y empapados como estábamos, nos sentíamos un tanto incómodos entre las paredes suntuosas de la mansión del marqués. Ya en la biblioteca, Bonhomme reaccionó y entre risas mandó a su servidumbre que nos quitaran los abrigos empapados, nos trajeran toallas limpias, batas secas y copas de coñac caliente mientras él encendía la chimenea.
Esparcidos entre los sillones de la biblioteca, el marqués, coñac en mano, se dirigió a nuestro equipo:
-Se preguntarán por qué les hice llamar y el por qué de mi impaciencia. Lo entenderán enseguida. Hace muy poco hice dos grandes descubrimientos en una sala secreta que se hallaba en mi bodega. El primero fue este excelente coñac –y sonrió travieso-. El segundo es el motivo por el que están aquí. Abran bien los ojos.
Y, con gesto teatral, abrió lo que parecía una caja fuerte camuflada sacando de ella una copa. Como si transportara el mayor de los tesoros, posó la copa en las manos del profesor Sebastian. Éste no escondió un gesto mezcla de incredulidad y fastidio.
-Parece un cáliz, marqués. Hermoso, sin duda... pero...
El marqués se llevó un dedo a los labios.
-Espere, profesor, espere y lo entenderá. Falta la prueba.
Y mientras todos manteníamos silencio, el marqués comenzó a servir una copa de cristal de lo que parecía una botella de vino.
-Antes de nada, pruebe este excelente vino, profesor.
El profesor dio un leve sorbo.
-Un vino muy bueno, señor, pero no entiendo a dónde quiere ir a parar...
-Espere, espere... Ahora serviremos un poquito de este exquisito vino de mi cosecha en el cáliz que les he enseñado. Pruebe ahora, profesor Sebastian.
Sin disimular un creciente enfado, se llevó la copa a los labios y dio otro leve sorbo. Y otro. Y otro. Y un cuarto. Todos estábamos a punto de reír ante la inusitada sed de vino de nuestro jefe cuando, con voz entrecortada, exclamó:
-No... no... no puede ser... ¡Es sangre!
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-He tratado de negociar con el marqués. Lo lógico sería que pudiéramos llevarnos esa copa a un laboratorio para examinarla como se merece. Pero no quiere ni oír hablar del tema. Insiste en que nos quedemos aquí el tiempo necesario, que él cargará con todos los gastos y que podemos utilizar la biblioteca como cuartel general. En fin, entiendo que no desee separase de tan extraño descubrimiento, pero...
-¿Es él, verdad? ¿Verdad, profesor? ¿Es el Sant..?
El profesor Sebastian calló a Roberto Monglofierro con un gesto.
-Recuerde, Roberto, nuestra obligación es investigar. Nunca dar por supuesto nada.
Roberto estaba nervioso. Todos sabíamos de su fuerte formación católica, era el único que llevaba un rosario siempre encima, a pesar de que presumía de ser un hombre sin “ataduras mentales”, tal y como él se definía.
-De hecho –prosiguió el profesor- el marqués ha llegado a perder ligeramente su natural carácter hedonista e incluso se ha mostrado un tanto violento con la idea de sacar la copa de su mansión. Así que no se hable más. Después de comer comenzaremos nuestra investigación en la biblioteca.
Afuera la lluvia seguía cayendo. El cielo ennegrecía y yo me sentí, sin saber muy bien porqué, un tanto triste.
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Los días siguientes transcurrieron envueltos en una frenética actividad. Hicimos llegar un microscopio más potente que el que llevábamos de equipaje para convencernos de que sí, de que el vino –cualquier vino tinto- se transformaba en sangre. No conseguíamos averiguar por qué, qué tenía aquel extraño cáliz que permitía esa transformación, lo cual ponía más nervioso si cabe a Roberto. Aunque también impacientaba al marqués. Creo que estaba deseando que concluyéramos de una vez que aquella copa era lo que podía parecer y, si bien no se entrometía en nuestro trabajo, todas las noches, tras cenar, insistía en cerrar la biblioteca y mandarnos a nuestras habitaciones.
-Entiéndanlo, en este hogar tenemos por costumbre madrugar, y no puedo condenar a mi servicio a estar veinticuatro horas trabajando. Descansen y mañana prosigan, ya les dije que no hay prisa.
Pero lo cierto es que se notaba que al marqués le afectaba tener resultados pronto. Cada día que pasaba se le notaba más taciturno. Y cada día se levantaba más tarde, como si padeciera de insomnio.
Aunque he de confesar que a todos nos afectaba ese maldito tiempo, esa lluvia interminable, ese cielo que cada vez oscurecía más y más.
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El cáliz estaba suntuosamente ornamentado y, en su pie, se escondía una muy borrosa inscripción, lo que podría ser un sello, una insignia, y quizá unas letras. Pero ninguno pudimos reconocer qué era aquello. El profesor se dedicó a averiguarlo, consultando sus archivos, la ingente biblioteca del marqués y contemplando la copa una y otra vez.
Por nuestra parte, mientras Hans estudiaba las muestras de sangre, Roberto y yo nos centramos en investigar cuidadosamente la bodega y la cámara secreta donde había aparecido tal descubrimiento. Estábamos allí cuando entró el marqués.
-Recuerdo que era aquí donde se refugiaron muchos maquis durante la guerra- comenzó a explicarnos Bonhomme-. Sólo cuando hubo terminado, me decidí a recuperarla como bodega, cuando pudimos de nuevo volver a nuestro tradicional negocio de los viñedos. Por eso, hasta hace bien poco, no di con esa cámara secreta. Quizá provenga de la época de los cátaros, cuando en este lugar se erigía un modesto castillo que fue en buena parte destruido hace ya mucho tiempo, durante la cruzada que exterminó a la herejía cátara allá por el siglo XIII...
-Sí, conozco la historia, señor marqués. Estamos en pleno corazón del Languedoc, en pleno corazón cátaro- continué yo.
-Y de los cátaros se afirma que conocían el secreto del Santo Grial- dijo Roberto.
Yo le lancé una dura mirada. No era obligación nuestra dar a entender nada hasta que no estuviéramos seguros. Pero Roberto miraba al marqués y éste, dejando escapar una sonrisa cansada, replicó:
-Exacto, caballero, eso decían de ellos... Pero disculpen, he bajado para elegir el vino para la cena y no debería entretenerles, me voy ya.
Al girarse, el marqués dio un traspié. No llegó a caerse, pero Roberto y yo nos levantamos raudos para ayudarle a levantarse.
-¿Se encuentra bien, señor..?- pregunté.
-Sí, sí... solo es... cansancio, bueno quizá esta tensión, este maldito tiempo... En fin, ya me entienden...
Y componiendo la que debía ser en otro momento la mejor de sus sonrisas, Bonhomme salió de la bodega con paso cansino.
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Ya estábamos acostumbrándonos a la ausencia del marqués durante la comida del mediodía. Aprovechábamos ese momento para ponernos al corriente de nuestros descubrimientos en las investigaciones. Las opiniones de todos contaban y habíamos aprendido que a veces lo que uno no veía lo podían ver los demás. En aquella ocasión me tocó a mí:
-¿Qué habéis descubierto en esa cámara secreta?- me preguntó el profesor.
-Pues algo que no sé si servirá de mucho, la verdad. La estancia secreta que contenía el cáliz tiene apariencia de ser una especie de cripta medieval, pero por los materiales y los análisis que hemos hecho Roberto y yo nos atrevemos a decir que, como mucho, es del siglo pasado, del XIX.
Hans dejó de masticar.
-¿Del XIX? Entonces... ¿no es de la misma época que el cáliz? –preguntó Hans mirando al profesor. Éste carraspeó ligeramente y comenzó a decir:
-La copa es anterior, ciertamente, pero no es tan antigua como podría parecer... De hecho, estoy comprobando una teoría que tengo...
El mayordomo irrumpió en el comedor.
-Señores, disculpen la interrupción... Creo que el marqués no se encuentra nada bien... Si fueran tan amables...
Hans se levantó rápidamente buscando su maletín de médico. Los demás nos dirigimos directamente a la estancia del marqués de Bonhomme.
Realmente, el aspecto del marqués no era nada bueno. Estaba totalmente pálido, deliraba, como si tuviera fiebre, sólo que su piel estaba fría y seca. Dejamos a Hans con su paciente y nos dirigimos a la biblioteca. Hacía demasiado frío en aquella enorme casa y el mejor lugar para esperar noticias era junto a la chimenea.
Hans volvió una hora después. Sin mediar palabra, se sentó frente a su microscopio y estuvo concentrado en lo que debían ser muestras de sangre del marqués durante un buen rato. De pronto, se quitó los lentes y dejó escapar un suspiro. Roberto y yo dejamos nuestros textos y le miramos. Me percaté de que el profesor escuchaba pero sin levantar la mirada de su manuscrito.
-¿Qué ocurre, Hans? ¿Es grave? –preguntó Roberto.
-Lo parece, ciertamente lo parece, pero no acabo de explicármelo. Es frustrante...
-Quizá yo pueda explicarlo –interrumpió el profesor. Todos le miramos sorprendidos-, pero deben dejarme que hable con él primero. ¿Está despierto el marqués, Hans?
Asintió sin decir nada. El profesor murmuró unas disculpas y nos quedamos allí, callados, mientras se dirigía al dormitorio del marqués con el cáliz en la mano.
A la media hora, comenzábamos a impacientarnos. La noche se cernía y la tormenta ladraba furiosa. Roberto se asomó sin atreverse a salir de la biblioteca cuando nos avisó que el profesor se acercaba. Recuperamos nuestros asientos y esperamos las explicaciones de Sebastian, que siempre llegaban.
-Bien, señores. Estoy en disposición de explicar mi tesis- y dijo esto esgrimiendo la copa-. ¿Recuerdan la extraña inscripción en la base del cáliz? La conseguí descifrar. Es un sello, un escudo de armas. Un dragón.
-¿Un dragón? –exclamó Roberto.
-Sí, un dragón. Y debajo unas iniciales: V.T. Dragón en rumano es dracul, y V.T. corresponde a Vlad Tepes. El conde Vlad Tepes, conocido como “el empalador”, y también conocido en nuestra vieja Europa como el conde Dracula. No, Roberto, este cáliz no es el Santo Grial. Este cáliz es infernal.
Roberto palideció.
-He estado hablando con el marqués. Y a confirmado mis terribles sospechas. Todas las noches, cuando nos enviaba a nuestros dormitorios...
-...él bajaba aquí y bebía de ese cáliz –completó Hans. El profesor asintió.
Roberto y yo nos miramos aturdidos. Sentí un horrible escalofrío en mi columna vertebral.
-¿Y eso significa... quiere decir que..? –logré balbucir.
-Significa que pensaba que podría adquirir la juventud eterna. Y lo peor, significa que he de actuar antes de que llegue la noche. Y queda muy poco para eso. Por favor, Hans, écheme una mano. Los demás quédense aquí, no es necesario que contemplen esto. Vayan recogiendo el equipo. Ah, y prepárennos una copa de coñac, a todos nos vendrá bien.
Y entonces recuerdo como el profesor Sebastian revisaba su viejo maletín, cómo comprobaba que la estaca estuviera afilada, cómo le pedía el rosario a Roberto y cómo Hans cogía la sierra entre sus enseres de médico. Recuerdo como cerraron la puerta de la biblioteca en silencio, cómo nos dedicamos Roberto y yo a recoger las cosas sin mediar palabra, preñados de gestos mecánicos. Cómo oímos un alarido que nos heló la sangre. Cómo serví varias copas de coñac mientras Roberto rezaba en su italiano natal al calor de la chimenea. Y como, de pronto, dejó de llover. También recuerdo oír lamentos de los criados y cómo entraron turbados el profesor Sebastian y Hans. Al ver manchas de sangre en sus ropas no tuve más remedio que dar un largo trago a mi coñac y sentir una quemazón ardiente por mi garganta. Por mi pecho.
Y por mis ojos.
Feliz eternidad, Bonhomme.
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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