La miró a los ojos y paulatinamente vio diluirse su imagen detrás de esas lágrimas que traducían una especie de dolor dulzón, un alud de emociones que amenazaba con convocar a todos los ríos y afluentes que acumulaba tras largos años de ojos secos, de innumerables jornadas en que fue mejor colgarse a la espalda la mochila de tantas y tantas crucifixiones. La miró y avanzó hacia ella y recordó en flashazos de imágenes la génesis y la epopeya, las epifanías y los abismos, las miríadas de reencarnaciones en el calidoscopio alocado de los devenires. Todo se borró alrededor y fueron una frente a la otra escenificando el hito inconmovible y prefijado desde el principio de su existencia, el vuelo originario que ahora se desataba en aurora de clamores y serpentinas. Dio el paso que por segundos pareció anclarse en la nostalgia y un borbotón de lágrimas empañó aún más su objetivo. Por fin, rasguñó en sus adentros en procura de su natural valentía y dio forma a esa fuerza visceral que se condensó en la plataforma de su garganta trémula, mezclándose finalmente voz y sollozo. Adelantó sus brazos acostumbrados a abalanzarse sobre los molinos perentorios que plagaron desde siempre su camino y estrechó el talle de aquella que ataviada de seda, cual nívea paloma, se cobijó en su regazo, compartiendo ambas lágrimas y promesas.
-¡Que seas feliz, hija mía!
-¡Gracias madre, gracias por todo!
Una granizada de arroz las devolvió a la realidad mientras los concurrentes a la ceremonia, las aplaudían a rabiar y cada aplauso rebotaba en la piel viva de sus corazones…