Era una noche muy fría, más fría de lo habitualmente soportado por su especie. Miró hacia la inmensidad blanca que se extendía al norte y se dijo que el proyecto de hacer avanzar los glaciares y con eso borrar para siempre las huellas de la presencia de su raza estaba dando su frutos.

Se acercaba la hora de partir. Dentro de millones de rotaciones del planeta, cuando regresaran, los protoseres que en estos momentos se deslizaban bajo los tenues rayos del sol, se habrían transformado en seres capaces de raciocinio, bajo el influjo de los correctores que ellos habían instalado. El conocimiento, la luz de la razón, sería extendido un poco más, se reavivaría la llama de la inteligencia en el universo.

Él era uno de los elegidos, de los encargados de sembrar, de los que serían llamados dioses. Era un orgullo para él y para su clan ser merecedores de tal distinción. Fue penoso el alejamiento de sus seres queridos y de su planeta natal, pero más importante era el llamado de su obligación.

Cuando iba a subir a la nave grabó en su mente la imagen de los tres correctores que habían instalado en ese mar de arena, en la margen del caudaloso río que venía del sur. Se preguntó que pensarían las futuras generaciones de las tres pirámides que cubrían y servían de protección a los correctores. Deseó estar allí para contemplarlo.

Mientras cavilaba de esa manera apareció Osiris en la portilla y le dijo: - ¿Vienes de una vez, Horus? Ya volveremos alguna vez.