SOLILOQUIO
Como cada tarde, camino algunas cuadras en círculos para hacer un poco de hora, despreocupadamente, dando a entender que es algo sin importancia, un mero detalle. Pasado un rato, y cuando el cielo comienza a incendiarse hacia el lado del ocaso, me dejo caer por la calle de aquel viejo boliche de grandes ventanas y cortinajes colorados. Empujo la delicada puerta que me lanza una especie de quejumbroso saludo y dejo entrar unos suspiros de aire que remecen las cortinas rojas; parece que intempestivamente se va a dejar caer un aguacero, como es habitual que pase en el sur, sin aparente aviso.
Me acomodo, como siempre, en una apartada y solitaria mesa en el último rincón de la sala.
No tengo para qué decir nada al mozo, porque ya conoce este pedazo de mi vida de memoria, esta historia de mis tardes sin retorno. “Café para dos”, me pregunta, en un tono que lleva todo el peso de una sutil afirmación. Yo asiento con la cabeza y eso me sirve para recordar que debo descubrir mi incipiente calvicie. Siempre se me olvida sacarme el sombrero en lugares como éstos, tal vez, como Homais, el farmacéutico, pienso que son ademanes demasiado provincianos. Aun así, finalmente, como es habitual, me decido por dejar suspendido mi sombrero en el respaldo de la silla.
Siento como el aguacero se deja caer con furia sobre la ciudad. Un rumor asfixiante llena el local, es el agua golpeando sobre las techumbres.
Como cada tarde, el mozo deposita con sumo cuidado y rebuscados mohines las tazas humeantes, una cerca de mi mano y otra al frente, en la silla que espera vacía, como yo. Me lanza una mirada cómplice, a la vez que dice “ufff qué lluvia eh, es una lástima”, como queriendo decir que eso puede cambiar en algo el rumbo de los acontecimientos, marcar un incidente inesperado y que pueda hacer que todo fracase. No se preocupe, pronto pasará, le digo yo, mientras juego inquieto con una de las servilletas, como cada tarde.
Tal como lo pensaba, a los pocos segundos la estela húmeda de la nubada se detiene y hasta un hilillo de luz solar se digna entibiar el progresivo atardecer.
Como cada tarde, el café se va llenando de rostros y palabras a medida que el sol se pone y la taza frente a mí se enfría,a la espera de lo que no llega.
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