EL ÁRBOL
Era otoño. Un día nublado después de lluvia. Su silueta se movía con elegancia sobre las calles mojadas.
Amaba los días post-lluvia. Los troncos tan negros, las posas que reflejaban el cielo, hoy día gris.
Sus manos en el abrigo negro, y su cabello suelto que bailaba con la leve brisa que traía olor a tierra húmeda.
Caminaba como si no existiera tiempo. Sus pasos eran suaves y sus ojos buscaban las bellezas ocultas en la ciudad.
Su objetivo: el árbol. A pesar de que anhelaba su figura firme y majestuosa en aquella plaza, no dudó el detenerse a mirar un gato, quien hizo lo mismo, conectando dos mundos un segundo tras los ojos lineales y perfectos del animal, y la mirada penetrante y almendrada de ella.
Al caminar algunas cuadras más, se encontró frente a frente con la plaza de su infancia, que siempre le ofrecía recuerdos en tal o cuál rincón de su extensión.
De lejos lo vio. Ambos con algunos años más, pero no dudaba que el secreto que guardaban, él no lo había olvidado.
Camino ceremoniosamente, como si es que él observara su presencia. Lo miraba fijamente.
No quería perderse ninguna perspectiva del árbol más sabio que jamás hubiese existido.
Al llegar a su lado, pensó en susurrarle las palabras de siempre, pero calló. Ahora comprendía que aquel árbol no podría escucharla.
Se sentó en la banca de al frente y comenzaron a regresar momentos a su mente. De esa vez cuando pegó un cartel que sentenciaba: Este árbol es mío. Esa vez también era otoño, y ella, obstinada, de la mano de su padre, iba decidida a informarle al mundo que aquel magnifico árbol era de su propiedad.
Recordó también aquel instante en que había traído a su "primer amor" a esta plaza, única y exclusivamente para mostrarle aquel árbol, para que él comprendiera algo más de su intimidad. Pero bueno, como era de esperar él niño no había comprendido absolutamente nada, ella se desilusionó, entendiendo que su vida estaba separada...
En este momento sólo lo miraba, disfrutaba de su presencia en medio de la plaza. Si hubiera fumado, habría encendido un cigarro en su honor.
A cambio absorbió todos los detalles de su figura. Admiró cada hoja que sus brazos sostenían, que eran manos, que de pronto volaban. Contempló esas raíces que luchaban por espacio, y sobresalían en la tierra. Tomó entre sus manos una de aquellas manos añosas y agrietadas, con color de otoño, y la guardó entre las tapas de "Cien años de Soledad".
No podía creer que dejaría esta ciudad gris, donde había dado sus primeros pasos, y en la que todo le parecía tan familiar para arriesgarse a conocer nuevos mundos, y formas de vida, que la sacarían de su burbuja para llevarla a una inseguridad exquisita.
Le echo un último vistazo a la plaza con su árbol incluido, tomó una fotografía mental del momento, y comenzó a andar sin volver la vista atras, como temiendo convertirse en estatua de sal.
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