En el tercer intento empecé mi marcha frenética, me propuse, desconfiando de mis fuerzas, no parar nunca de correr, porque si me detenía por un instante a tomar un poco de aire ella me volvería a acechar por tercera vez.

Las calles estaban vacías y húmedas, llenas de oscuridad, podía oír los murmullos socavados de esas viejas puertas atrapadas en los umbrales de esas viajas casas que seguramente hablaban con ironía y sarcasmo de mi inútil huída.

También creo que recorrí su ombligo hasta llegar muy cerca de sus senos a tropezones y caídas; no sabía que siempre era ella.

Pálido, con el viento helado cortándome la garganta intentaba quitarme de la ropa todo vestigio de amor: el profundo (sólo cuatro pasos más), el de un instante (ya no siento mis piernas), el de la eterna atracción (el último aliento), me caí, completamente derrotado, exhalando tierra. A unos pasos estaba una café y decidí entrar en él y recibirla con dignidad.

Las luces que irradiaban por la ventana de aquel café creaban un confuso destello que gritaba a mis ojos. Sólo vi mis manos en la puerta y luego ésta muy lejos de mí. Estaba sentado en la barra observándola, tan hermosa al otro extremo del café, rodeada de amigos. Una luz roja contrastaba sus facciones mientras me veía y no veía, mientras me acariciaba a lo lejos.

No podía ser ella, la había matado horas antes, tenía su pálido rostro aún dibujando la luz del mío. Era tan parecida pero sonría, como si nunca nos hubiéramos besado. Pasaron algunos minutos y sin pensarlo la tenía muy cerca nuevamente, en mis labios y yo en los suyos; delicadamente encendió un fósforo con las brasas del cenicero y un destello me llevo a su cama.

En el cuarto intento era el principio, sólo ella y yo. Yo, contemplando su cuerpo dormido. Yo leyendo una carta escrita mucho tiempo después de mi tiempo, en donde le pedía que no volviera a dejarme, que no le haga caso a él que siempre intenta escapar. Yo, los últimos instantes, yo y ella, la de la de la eterna atracción, le toque un muslo y la muerte sonrío.