LA CINEASTA.
Logramos llegar a tiempo para la película, a pesar de las reiteradas admoniciones de Luisa, quien aseguraba que no hay nada peor que llegar cuando la película ha comenzado, además siempre es importante ver los avances de las películas anteriores, además es martes, donde hay promoción de dos por uno, por eso, hay más gente que va y luego nos tenemos que sentar adelante, el cuello se me termina torciendo y no veo bien, así mejor nos apuramos.
A pesar de lo que dijo, y con el carisma que lo dijo, llegamos. Los cines se han modernizado, no son los de antes, donde podían entrar ochocientas personas para ver la misma película, y le daba un sentimiento de complicidad, gritar con el mismo terror de ochocientas personas, o tratar de que las lágrimas no se te salgan, igual que las otras ochocientas personas. En ese entonces, todos fumábamos en el cine, nadie se preocupaba de temas de salud, era entretenimiento y a veces cultura pura. Luisa no recordaba esto, total lo le llevaba por lo menos quince años, más bien pertenece a la generación de cine pequeño, de neón, de cancha y de gaseosa que se coloca en un receptáculo al costado de tu asiento. Explicarle que este curioso dispositivo no existía hace años resultó infructuoso; como fue inútil explicarle que hace años los parlantes de los cines estaban totalmente afónicos, y era un problema tratar de entender a los actores, más aún cuando lo que querías era entenderlos y no leer los subtítulos. El mayor engaño que el cine ha proporcionado a la humanidad son los subtítulos, ya que con ellos, solo se entiende la mitad de la película. Pensándolo bien, quizá sea lo mejor, porque muchas veces no entendemos ni la cuarta parte de nuestra vida real; lo cual, hace excelente trabajo el entender por lo menos la mitad de algo imaginario.
Luisa entendía de cine, según me pude enterar. Sabía de los clásicos, discutía con propiedad todos los tipos de tomas y de manejo de cámara que existe, sabía que Hitchcock aparecía en todas sus películas, o en casi todas como extra, a ella le encantaba averiguar en qué momentos aparecía. Yo no me daba cuenta de esto, pero sí me gustaba en general el hecho que una luz se apague y pases a formar parte de la magia de lo que no existe, de lo que no es real, pero que muchas veces es mejor que lo que tienes o mucho más válido de aquello que no tienes. Luego de terminar la película, era común que frente a un café o una cerveza, discutamos acaloradamente sobre la excelente o mala actuación, sobre un argumento deleznable, sobre los modernos y poco convincentes efectos especiales, discutir que el director ha tenido modificaciones en los planos de enfoque de cámara y sobre la excelente fotografía que la última película tiene.
Es más, Luisa estudiaba para ser cineasta. Yo, me dedicaba a la literatura y enviaba cuentos a todo concurso que se presentaba, habiendo obtenido, en el mejor de los casos, una mención honrosa de cuarenta envíos que realicé. Definitivamente, mejor me dedico a los negocios de la familia, y bueno, que este tema literario quede para los ratos de ocio. Quizá ese era el interés que Luisa tenía por mí, el ver que tengo un negocio familiar próspero, que seguramente heredaré y que le dará toda la seguridad para emprender proyectos de cine, cortos metrajes, documentales y quien sabe hasta un largometraje por allí. No lo decía, pero no era necesario; además, si quería ayudarla de corazón a que no sólo haga sus películas, sino las pueda distribuir, quién sabe participar en algún concurso de cine.
Ella quería cine de tipo realista, como el que hacían los italianos después de la guerra. Decía que la pobreza de nuestro país tenía todas las características del cine realista, era patético, causaba terror, daba pena, compasión y lástima. Además, decía, era barato, ni actores necesitas porque esta gente lo expresa tan convincentemente, que terminan siendo mejores que los actores mismos. De este modo, tendría tema para presentarse en esos festivales y concursos de cortometraje independiente, y representar nuestras miserias como éxitos ante la totalidad del mundo.
Finalmente, Luisa se graduó de cineasta con una beca que la llevó a estudiar a Londres durante dos años. La verdad, es que no lo resiento, ni me duele, hasta ahora. Me dijo que la visite, que la vaya a ver, y que cuando regresara, las cosas continuarían igual.
Nunca regresó, terminó trabajando en cine barato como asistente de director, haciendo películas de misterio sin argumento, sin interés pero muy adecuadas para un público minero de pueblos que aún extraen carbón. Nunca más nos vimos, y yo, pues yo me quedé a cargo del negocio familiar.
Cuando voy al cine, mi esposa se sorprende que es el único lugar donde la termino llamando Luisa sin querer.
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