Siempre estará la noche, mujer,
para mirarte cara a cara,
sola en tu espejo, libre de marido, desnuda
con la exacta y terrible realidad del gran vértigo
que te destruye. Siempre vas a tener
tu noche y tu cuchillo,
y el frívolo teléfono
para escuchar mi adiós de un solo tajo.
Te juré no escribirte;
por eso estoy llamándote en el aire
para no decirte nada, como dicen en el vacío:
nada, nada,
sino lo mismo y siempre lo mismo de lo mismo
que nunca me oyes,
eso que nunca me entiendes
nunca, aunque las venas te arden
de eso que estoy diciendo.
Ponte el vestido rojo
que le viene a tu boca y a tu sangre,
y quémame en el último cigarrillo del miedo
con la herida visible de tu belleza.
Lástima de la que llora y llora en la tormenta.
No te me mueras. Voy a pintarte tu rostro
en un relámpago tal como eres:
dos ojos para ver lo visible y lo invisible,
una nariz de arcángel y una boca de animal,
y una sonrisa que me perdona, y algo sagrado
y sin edad que vuela en tu frente, mujer,
y me estremece,
porque tu rostro es rostro del Espíritu.
Vienes y vas, y adoras al mar que te arrebata
con su espuma, y te quedas como inmóvil,
oyendo que te llamo en el abismo de la noche,
y me besa lo mismo que una ola.
Enigma fuiste. Enigma serás.
No volarás conmigo.
Aquí mujer, te dejo tu figura.
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