Reservado a la venganza.
Que evidente me fue la desesperada actitud del profesor, que trataba de calzar la equívoca pregunta de un alumno con la materia de la clase, creando relaciones rebuscadas e inconexas que me desfiguraban el rostro que contenía, a la fuerza y con esperanza, una especie de malestar gracioso y respetuoso. Debía detenerlo, no quería reírme así nada más, como los demás, no me gusta hacer sentir mal a nadie, salvo que se lo merezca.
Le diría a mi profesor, si no fuese escrupuloso, que lo entiendo muy bien y que mucho lo respeto y que siga en su esfuerzo de docente reformado que “gusta” de la participación. Le explicaría que a mí me pasa lo mismo, pero que mueven mi bondad otros motivos, más centrados, más comunes, que él mismo a sentido en “dinámica de grupo”. Le pediría que fuese indolente y brutalmente sutil con los gozosos de allá atrás que se burlan tan ligero y sin reparo, cuando ellos mismos salgan de su escondite y tímidos aporten absurdas comparaciones, para que sientan como duele la sal risueña en la desvalida carne pública; carne valiente, que no merece tal suplicio. Y, por último, le rogaría que, mediante su bondadosa práctica, perfeccione al arte de salvaguardar al expuesto un tanto iluso que se atreve ha hablar, elaborando cada vez mejores y geniales relaciones incoherentes que resulten en bellas metáforas y resalten la inteligencia del compañero (en verdad, disfrazada bizarría) para que los burros quedemos boquiabiertos, sintiéndonos más burros.
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