El tipo del vagón contíguo al bar que fumaba de tanto en tanto pausadamente un cigarrillo cerca de las puertas del baño en el tren que partió a las 11 menos cuarto de la ciudad de Temuco una noche insomne del mes de mayo con destino a Santiago, me llamó mucho la atención. Se veía a la legua que era uno de esos que saben sostener una buena conversación en una hora y circunstancias como las del viaje y momento aquel. Me levanté al baño de damas para hacer algo que no quiero contar y al salir me lo quedé mirando con la vaga ilusión de que me hablara. Él me miró también y entonces yo le pedí fuego para encender un bemont light que saqué delicadamente de mi cartera roja...-quería darle la impresión de que yo era una buena chica, que podíamos conversar de cualquier cosa-...el tipo estaba fumando su cigarrillo y si no fuera por los movimientos de su mano que se llevaba hacia la boca de tanto en tanto para hechar humo- ese movimiento repetitivo en su fase final, justo antes de exhalar el humo por los orificios de su nariz, me provocaba la idea de que le enviaba un beso al recuerdo de alguna mujer con la intención de despedirse-, me hacía pensar que él dormía de pie en ese instante, como una estatua entre vagón y vagón aprovechando el vaivén del tren. La verdad es que su quietud lo hacía parecer como un altar de carne y hueso.
El asunto es que el tipo este, que aparentaba tener unos treinta y tantos años, sacó del bolsillo un encendedor apenas terminé de pedirle fuego como si ya supiera de antemano de mi petición, y sin decir palabra extendió delicadamente su llama hasta mi belmont light, esperó que encendiera bien, y retiró su mano para volver a guardar el encendedor en el bolsillo de su casaca. No me atreví a decirle nada, quería hablar de tantas cosas, necesitaba desahogarme con alguien, abrazar a alguien, volver a sentirme querida y acariciada aunque fuera un instante, y el tipo ese me parecía ideal para todo aquello pero no le dije nada, y él tampoco se animó a hablar.
Me fue mal en el viaje a Temuco. Fui a liquidar unos bienes de una casa en la que viví largo tiempo junto a un hombre que me olvidó. Mejor dicho y para ser más franca, fui a sepultar los recuerdos de una larga, bella y triste historia.
Igual esperaba sacar algún provecho financiero de los bienes de la casa: el refri, las lámparas, la cama, los cuadros y un equipo de música; pero terminé regalando todo a unos vecinos con los que nunca hablé, entregué las llaves al señor que cobraba el arriendo y me fui con algo de ropa en las maletas y el paisaje de los bosques australes en la retina de mis tristes ojos; tomé un taxi que me dejó en la plaza Teodoro Smith, caminé bajo la lluvia hasta sentirme como un ángel expulsado del paraíso y toda mojada entré al café Ripley para calentar el cuerpo, comer algo, ordenar mi pena de tal modo que no se viera reflejada en mi rostro, y hacer hora para tomar el tren.
El café Ripley con sus asientos en forma de herradura tapizados en cuero negro y lustroso, estaba repleto de unos personajes bastante extraños para mí por decir lo menos, que veían un partido de fútbol y de tanto en tanto festejaban los goles además de comentar no sé que asunto del precio de unas papas y la noticia del día en el diario local que mostraba la fotografía del rastro que habría dejado una culebra gigante en los pastizales de una de las orillas del río Toltén.
Así las cosas mi tristeza y yo nos tomamos un par cafés cortados mirándonos fijamente a los ojos en una de las mesas y nos reprochamos mutuamente la misería que sentíamos vivir...mala ciudad, mal clima, todo mal para ir a sepultar los recuerdos de un largo amor con un hombre que nunca olvidaré.
Me prometí a mí misma que en Santiago haría mi mejor esfuerzo por ser feliz nuevamente, que disfrutaría de mi soledad hasta divorciarme de la tristeza que en ese minuto seguía acompañándome como una gata fiel en un vagón del tren de las once menos cuarto mientras fumaba mi belmont light junto a un altar de carne y hueso que coincidió conmigo para encender un cigarrillo y al parecer también se despedía de un episodio tan frío y carcelario como el mío. |